Eché a mi cuñado de la mesa de aniversario por sus bromas groseras: así defendí mi hogar y mi familia en nuestra boda de cristal

Carlos, ¿has sacado la vajilla de gala? Esa que tiene el filo dorado, no la de diario. Y revisa las servilletas, por favor, que las he almidonado para que queden rígidas como en un restaurante Marina va y viene por la cocina mientras se recoge un mechón rebelde detrás de la oreja. El horno ya desprende el aroma de pato asado con manzanas, las verduras para la guarnición están casi listas en la vitrocerámica, y la nevera rebosa de ensaladas que cortó hasta altas horas.

Carlos, marido de Marina, obedece subiendo a la altillo.

Mari, ¿de verdad hace falta tanto lío? Que vienen los de siempre: Fernando, mamá y la tía Carmen. Pueden comer hasta en cuencos de barro con tal de que no falte vino gruñe mientras saca la caja del porcelana de Limoges.

No protestes. Hoy es nuestro aniversario. Quince años de casados, bodas de cristal. Quiero que todo salga perfecto. Además, tú sabes cómo es tu hermano. Si pongo un plato simple, dirá que estamos en la ruina; si tiene una rajita, dirá que somos unos guarros. Al menos una vez que no tenga excusa para sus bromas de mal gusto.

Carlos suspira bajando del taburete. Sabe que su mujer tiene razón. Su hermano mayor, Fernando, es complicado. O como gusta decir Marina a sus amigas, Fernando es el típico maleducado que confunde grosería con honestidad y cachondeo de buen rollo.

Por favor, intenta no entrar al trapo hoy pide Carlos mientras seca un plato. Está pasando un mal momento: le echaron del trabajo y su mujer le dejó. Está de uñas con el mundo.

Carlos, lleva en mal momento desde que nació. Su mujer le dejó por puro instinto de supervivencia ataja Marina mientras prueba la salsa. Aguantaré lo que me dé la educación. Pero si vuelve a meterse con mi figura o tu sueldo, no respondo.

El timbre suena, puntual a las cinco. La primera en llegar es la suegra, doña Pilar, una mujer discreta que idolatra a sus hijos (sobre todo al mayor, el descarriado). Después, la tía Carmen con su marido. Fernando, como siempre, llega tarde: cuarenta minutos después, cuando todos miran con tristeza las tapas ya frías.

Entra haciendo ruido, con olor a tabaco barato y frío de la calle.

¡Aquí estoy! ¡No esperabais pero vengo! suelta una carcajada estruendosa que llena el piso. ¿Qué, Carlos, pensabas que me había olvidado del regalo? Toma.

Le pasa a su hermano un paquete envuelto en periódico.

¿Esto qué es? titubea Carlos.

Un pedazo de regalo, hermano: un juego de destornilladores del Todo a un euro. Para que lo uses en casa, que siempre me dices que pierdes el martillo.

Marina, saliendo a recibirlo, fuerza una sonrisa.

Hola, Fernando. Pasa y lávate las manos. Te estábamos esperando.

Fernando la mira de arriba abajo y Marina siente un escalofrío.

¡Vaya, Marina! ¿Te has emperejilado tanto? ¿Vestido nuevo? Brilla como el papel de un bombón. O para disimular las arrugas, ¿no? Es broma, mujer. Te conservas bien, con todo en su sitio.

Carlos tose para romper el momento:

Fernando, siéntate. El pato se enfría.

En cuanto se sienta, Fernando toma la delantera: se sirve un chupito de orujo sin esperar brindis, pincha una anchoa y empieza a hablar.

¡Bueno, felicidades, tortolitos! Quince años ya Cómo no os habéis matado aún. Yo con la Encarna aguanté cinco y casi me cuelgo. Las mujeres son sanguijuelas, Carlos, te chupan la sangre. Tú al menos tienes suerte, la tuya cocina pasable. Aunque mastica y pone cara de disgusto un poco salado está. ¿Te has enamorado, Marina? ¿O es la temblequera de la edad?

Doña Pilar, sentada al lado, interviene con una sonrisa conciliadora:

Ay, Fernando, no digas cosas. Marina cocina fenomenal. Prueba la ensalada de lengua, está muy fina.

¿De lengua? Eso sí que va a juego, que lengua tiene para rato Fernando se ríe. Es por tu bien, mamá, que la crítica ayuda. Yo siempre voy de frente, por eso me respeta la gente.

Marina, sirviendo el primer plato, nota cómo le hierve la sangre por dentro. Mira a su marido. Carlos, cabizbajo, parece fascinado con el mantel. Le tiene miedo a su hermano; miedo al conflicto, a estropear la fiesta.

«Tranquila, respira», piensa Marina. «Sólo una noche. Por Carlos, por su madre».

Fernando, ¿en qué quedó lo del trabajo? ¿No tuviste entrevista la semana pasada? trata ella de desviar el tema.

Fernando se encoge de hombros, llenando otro vaso.

Bah, anda. Todo idiotas. Llego y me sale un niñato preguntando de informática. Le digo: Yo ya trabajaba cuando tú llevabas chupete. Y me suelta que no encajo en la empresa. Una mierda todo. A lo mejor monto algo propio. Sólo necesito ahorrar Por cierto, Carlos, ¿me pasarías cincuenta euros hasta fin de mes? Que tengo que arreglar las cañerías.

Marina se queda helada con la ensaladera en la mano.

Fernando, aún no has devuelto los quinientos que tomaste prestados para arreglar el coche hace unos meses le recuerda con calma.

Fernando enrojece y ataca.

¡Mira, la contable! Fíjate, Carlos, cómo te tiene controlado: ni a la esquina sin permiso. El dinero se lo pido a mi hermano, no a ti. ¿O eres tan calzonazos que ni ayudar puedes?

Carlos mira impotente a su mujer y a su hermano.

Fernando, de verdad, estamos justos. Acabamos de terminar de pagar la hipoteca y nos las hemos visto negras para preparar la cena…

¡Ya veo el banquete! Fernando interrumpe, señalando el pato con el tenedor. ¡Qué derroche! Salmón y vino del bueno. Parecéis marqueses. Pero para tu hermano nada. Así eres tú, Marina. Tacaña, todo para casa, a los de fuera ni caso.

Fernando, no te alteres trata de apaciguar doña Pilar, dándole empanada. Come mejor. Marina se ha desvivido.

¡Sí, desvivirse! Seguro que así también se desvive en el trabajo Fernando guiña a Carlos con gesto repugnante. He oído que te han ascendido, ¿eh, Marina? ¿Adjunta de departamento? ¡Vaya méritos! ¿A base de sonrisas o de quedarte hasta tarde?

El silencio se hace denso. Hasta la tía Carmen, que nunca calla, se queda quieta. Carlos levanta la cabeza con la cara encendida.

Fernando, ¿tú te oyes? murmura.

Lo que todo el mundo piensa pero ninguno dice. Carlos, eres un pringao. Te dejas la vida en la fábrica, y mientras tanto tu mujer escala. Crees que te quiere, pero sólo te tiene por pena. O porque le eres cómodo. Eres una alfombra.

Cállate la voz de Marina sale nítida y fría, aunque le tiemblan las manos al dejar la ensaladera.

¡Uy, que la jefa levanta la voz! ¿Te duele que te digan la verdad? Siempre me he preguntado qué le vio Carlos a una como tú. Ni guapa ni simpática y con carácter de sargento. Ojalá mi Encarna, que era un demonio, pero al menos era guapa. Pero tú… eres una ratita que se cree reina por tener a este bajo el tacón.

Marina mira a su marido. Espera. Espera que se levante, que defienda a los dos, que eche al grosero. Pero Carlos permanece hundido, apretando el tenedor.

«Si tú no lo haces, lo haré yo», piensa Marina.

Se levanta despacio, se alisa el vestido y con un tono sereno y cortante que hiela la sangre, dice:

Levántate y vete.

Fernando suelta una carcajada estupefacta.

¿Qué? ¿Tú qué te has creído?

Te digo que te levantes y salgas de mi casa. Ahora.

¡Pero esta también es casa de mi hermano! chilla Fernando. ¿Carlos, lo oyes? ¡Me quiere echar! ¡A tu propio hermano! ¡Di algo!

Carlos la mira. Y entiende que si calla en ese momento, todo se romperá.

Fernando, vete, por favor dice en voz baja, ronca.

Fernando se queda boquiabierto, esperando lágrimas o gritos, pero no esto.

¿Os habéis vuelto locos? ¿Mamá, ves? ¡Por una broma!

No es una broma, Fernando Marina recorre el salón y señala la puerta. Me has faltado al respeto y has humillado a tu hermano, aquí y ahora. Comías mi comida, bebías nuestro vino y nos insultabas. Ya no aguanto más. Quince años aguantando por la paz, pero basta de groserías. Fuera.

¡Pues que os den! Fernando se levanta, volcando una copa de vino tinto que mancha el mantel como una herida. ¡No penséis que volveré! Sobraos, pijos. Aquí no me veis más.

Ojalá responde Marina. Y por cierto, no te daremos un euro más. Ni ahora ni nunca. Búscate la vida.

Fernando, rojo, agarra la botella casi vacía (Que no se pierda, le brillan los ojos), y se marcha dando portazos.

¡Carlos, te arrepentirás! Por una mujer has echado a tu hermano. ¡Calzonazos! reta desde el pasillo.

La puerta da un golpe y tintinean las copas en la vitrina.

La calma se instala, espesa. Sólo se oye el reloj y la respiración de doña Pilar, que se seca las lágrimas con un pañuelo.

Marina, hija Quizá te has pasado. No lo dice con maldad Es sólo así, impulsivo. Con unas copas de más

Marina se vuelve, aún firme aunque le tiembla el pulso.

Señora Pilar le contesta, suave pero firme, impulsivo es reírse de más. Pero lo que ha hecho aquí se llama ser un sinvergüenza. No vuelvo a permitir que mi hogar sea vertedero de las tonterías de nadie. Puede compadecerle usted, como madre, pero no aquí y no en mi mesa.

Su suegra solloza en silencio. La tía Carmen, práctica, quiebra el ambiente:

Pues el pato está buenísimo, Marina anuncia alto. Se deshace. Y mira, has hecho bien. Era hora de ponerle en su sitio. En vuestra boda ya me pisó todos los dedos y ni perdón. Carlos, sírveme más vino, que me hace falta.

El humor relaja. Carlos, despertando, le da el vino. Tiembla levemente, pero sus ojos muestran por fin agradecimiento y, lo que es más, respeto hacia Marina.

Perdóname susurra al servirle zumo. Debería haberlo hecho yo.

Tranquilo Marina le aprieta la mano. Lo importante es que estamos juntos. Y que él ya no está aquí.

El resto de la velada es sorprendentemente agradable. Sin Fernando, el aire se limpia; los chistes fluyen sin malicia y todos se sienten más en familia. Doña Pilar, después del pastel de milhojas y un poco de licor casero, hasta se anima a cantar.

Al marcharse todos, Marina y Carlos quedan rodeados de platos sucios. Ella se sienta, mirando la mancha de vino.

El mantel dudo que salga me da pena, era de mamá.

Carlos la abraza desde atrás.

Mari, eso es lo de menos. Compramos uno nuevo, o diez más. Hoy has sido ni sé cómo decirlo, impresionante. Años permitiéndolo por costumbre. De pequeño nos enseñaron que Fernando podía todo, que había que aguantarle. Mamá siempre: Déjale, es complicado. Y yo aguantando.

Lo sé, Carlos. Cuesta cambiar costumbres. Pero somos familia. De cristal: frágil y preciosa. Y no voy a dejar que un maleducado la rompa con un destornillador del chino.

Ríen juntos, y la presión se disipa.

Sobre los destornilladores Carlos coge el dichoso paquete que Fernando olvidó. Lo más cómico es que ya tengo uno igual. ¡Me lo regaló él hace tres años en Reyes! Seguro se lo llevó en una visita y ahora lo re-regala.

Pues ves sonríe Marina. La constancia también es una virtud.

A la mañana siguiente, Carlos ve la pantalla iluminada: Hermano llama. Observa a Marina, que lee plácida con el café. Baja el volumen y deja el móvil boca abajo.

¿No lo coges? pregunta ella.

No. Que se le pase la resaca. O no lo cojo nunca. Anoche fue la primera velada tranquila en años.

Mamá sufrirá advierte Marina.

Le vendrá bien saber que tengo carácter. Mejor dicho, que tenemos. ¿Somos una banda?

Una banda sí ríe ella. Banda de amantes del silencio y del pato con manzana.

Días después, Marina se entera de boca de la suegra que Fernando va contando a toda la familia cómo una nuera histérica le echó sin motivo y su pobre hermano ni rechistó. Los parientes asienten, fingen pena, pero curiosamente acuden cada vez más a casa de Marina y Carlos y todos son educadísimos. Parece que la fama de que en esta casa no se toleran groserías protege más que un portero.

Y el mantel, por cierto, salió limpio con el truco de la abuela: sal, agua hirviendo y frotar. Como a Fernando. Un poco de esfuerzo, un ligero escozor, y todo queda limpio y reluciente.

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MagistrUm
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