Eché a la madre de mi esposo de casa y no me arrepiento.

Hola. Me llamo Lucía, tengo treinta años y vivo en Valencia. Quiero compartir con vosotros una historia que aún me duele en el alma, pero de la que no me arrepiento ni por un segundo.

Hace seis meses di a luz a mellizos, unos bebés hermosos, deseados y esperados por mucho tiempo. A la niña la llamamos Sofía y al niño, Adrián. Para mi marido y para mí, estos pequeños son un verdadero milagro. Luchamos mucho para ser padres, pasamos por tratamientos y cuando en la ecografía nos dijeron: «Van a ser dos», lloré de felicidad.

Pero, por desgracia, no todos compartieron nuestra alegría. Desde el principio, nuestra felicidad tuvo una espina clavada: mi suegra, Carmen Martínez. Una mujer con experiencia, madre de mi marido, abuela de mis hijos… Pero lo que hizo no puede describirse más que como un absurdo.

—En nuestra familia nunca hubo mellizos —decía con desconfianza—. Y mira a la niña, no se parece en nada a nuestro Javier. Además, en esta casa solo nacían varones.

La primera vez, no dije nada. La segunda, apreté los dientes. A la tercera, le contesté que quizás el destino quiso darles variedad. Pero luego vino lo peor.

Un día, estábamos preparándonos para salir de paseo. Yo vestía a Sofía y mi suegra, a Adrián. Con cara de pocos amigos, se volvió hacia mí y, con toda la tranquilidad del mundo, como si hablara del tiempo, soltó:

—Mira que lo estoy pensando… Adrián no tiene el mismo aspecto que Javier a su edad. Es raro, ¿no?

Me quedé helada. Durante unos segundos, no pude creer lo que estaba escuchando. Me invadió una risa nerviosa, descontrolada. Agarré el pañal y, sin dar crédito a mis oídos, le espeté:

—Pues claro, porque Javier de pequeño tenía que parecerse a una niña, ¿verdad?

Después de eso, por primera vez en mi vida, le pedí con calma y firmeza que hiciera las maletas. Y le dije:

—Hasta que no traigas un test de ADN que demuestre que estos niños son de tu hijo, no vuelvas.

No me importaba dónde lo haría, con qué dinero o quién le daría acceso al material genético. No me importaba nada. Era el límite. La gota que colmó el vaso.

Mi marido, por cierto, estuvo de mi lado. Él también estaba harto de las quejas constantes de su madre, de su veneno, de los rumores y las sospechas. Sabía que los niños eran suyos. Los había esperado con el mismo amor que yo. Y también se sintió ofendido.

No me remuerde la conciencia. No eché a una anciana a la calle por capricho. Defendía a mi familia, mi maternidad, a mis hijos. Una mujer que se permite insinuar infidelidades, mirar dentro de los pañales de los bebés y cuestionar en voz alta «a quién se parecen», no tiene cabida en mi casa.

Quizás habrá quien diga que fui cruel. Que no se puede tratar así a los mayores. Que es su abuela. Pero decidme la verdad: ¿debe una abuela tener lugar en la familia si desde el primer día pone en duda la paternidad y envenena la convivencia?

Yo quiero paz, tranquilidad y amor en mi hogar. Prefiero que mis hijos crezcan sin una «abuela» así, antes que con alguien que les sirve dudas en lugar de leche en el desayuno.

Así que sí, eché a mi suegra de casa. Y no me avergüenzo en absoluto.

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Eché a la madre de mi esposo de casa y no me arrepiento.