**Diario de Valentina López**
Hoy me han echado de mi propia casa. No podía creerlo mientras me quedaba en el rellano con dos maletas en la mano. Detrás de mí, la puerta se cerró de golpe, el pestillo sonó, y mi hija Ángela me dejó fuera con todas las cerraduras echadas.
—¡Mamá, lo digo en serio! —gritó desde dentro—. ¡Hasta que no recapacites, no vuelves a entrar!
Me apoyé contra la pared del descansillo, las piernas me temblaban, la cabeza me daba vueltas. Setenta y dos años vividos y nunca había sentido una humillación así.
—Ángela, por favor, ábreme —supliqué, conteniendo las lágrimas—. Hablemos con calma.
—¡No! —cortó ella—. Estoy harta de discutir contigo. ¿Hasta cuándo voy a aguantar tus comportamientos?
Mis “comportamientos”. Amarga sonrisa. Así llamaba ella a mi intento de proteger a mi nieto Javier de los golpes de su padrastro.
Todo empezó esta mañana, cuando me desperté con el llanto de Javier. Solo tiene ocho años, pero lloraba con una desesperación de adulto. Me levanté del sofá —dormía en el salón desde que cedí mi habitación a Ángela y a su nuevo marido, Adrián— y escuché.
—¡Te he dicho que recogieras los juguetes! —rugió Adrián—. ¿Cuántas veces hay que repetírtelo?
—Ya los he recogido —respondió Javier entre sollozos.
—¡Mientes! ¡Ahí hay un coche debajo de la cama!
Sonó una bofetada, luego un grito infantil. No pude contenerme y entré en la habitación.
—¿Qué estáis haciendo? —protesté al ver la mejilla enrojecida de Javier—. ¡Es solo un niño!
—No se meta, Valentina —dijo Adrián con frialdad, abrochándose la camisa—. Esto no es asunto suyo.
—¡Claro que lo es! ¡Es mi nieto!
—Y mi hijastro. Tengo derecho a educarlo.
Ángela estaba de espaldas, mirando por la ventana, ignorando a su hijo. Me acerqué a Javier y lo abracé.
—Javi, tranquilo, la abuela está aquí.
—Mamá, no lo consientas —intervino Ángela—. Adrián tiene razón, el niño se ha vuelto muy rebelde.
¿Rebelde? Javier saca sobresalientes, ayuda en casa, no da problemas.
—Sí que los da —refunfuñó Adrián—. Siempre tirando cosas, haciendo ruido, la tele a todo volumen…
—¡Es un niño! No puede quedarse quieto como una estatua.
—Puede, si se le educa bien —sentenció Adrián antes de irse a la cocina.
Al llevar a Javier al colegio, no dejaba de pensar en cómo había cambiado todo desde que Adrián llegó. Ángela lo conoció hace medio año en el trabajo. Él era su jefe, divorciado, sin hijos. Al principio, todo eran flores, regalos, restaurantes. Ángela brillaba de felicidad.
—Mamá, por fin he encontrado a un hombre de verdad —decía—. Adrián es fuerte, decidido, sabe lo que quiere.
Yo me alegré por ella. Después del divorcio del padre de Javier, Ángela había tenido malas experiencias. Hombres que bebían, que no trabajaban, que no sabían tratar a los niños.
Adrián parecía perfecto al principio. Buen sueldo, educado conmigo, hasta jugaba al fútbol con Javier en el parque.
Pero cuando se mudó con nosotros, todo cambió. Lo primero: exigió mi habitación.
—Mamá, somos adultos, necesitamos intimidad —rogó Ángela.
Accedí, aunque el sofá me destrozaba la espalda. Luego vinieron sus reglas: solo ver sus canales, solo su comida en la nevera, mano dura con Javier.
—Hay que hacerlo hombre —decía Ángela—. Vosotras lo malcriáis.
Ya no reconocía a mi hija. Antes era independiente, con opinión propia. Ahora obedecía a Adrián como hipnotizada.
Por la tarde, compré ingredientes para hacer cocido, el plato favorito de Javier. Al llegar, Adrián ya estaba en casa.
—Valentina —dijo al verme—, necesitamos hablar.
En la cocina, Ángela retorcía una servilleta. Adrián me miraba como un interrogador.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Su intromisión con Javier afecta a nuestra vida —empezó él—. Usted lo mima, socava mi autoridad.
—Solo lo defiendo de injusticias.
—¿Qué injusticias? —saltó Ángela—. Adrián quiere que sea un hombre de verdad.
—Los hombres de verdad no pegan a los niños.
—¡Yo no le pego! —se defendió Adrián—. A veces un azote, como cualquier padre.
—Tú no eres su padre.
—¿Y quién es? —replicó él—. ¿Su padre biológico? ¿Paga la pensión? ¿Se interesa por él?
Guardé silencio. Mi yerno había desaparecido tras el divorcio.
—Adrián tiene razón —susurró Ángela—. Javi debe ser más independiente.
—¡Tiene ocho años!
—Ya es hora de aprender disciplina.
No reconocía a mi hija. Esa mujer de mirada apagada no se parecía en nada a la Ángela alegre que crió sola a Javier cuatro años.
—¿Qué te ha pasado? —pregunté—. Nunca permitiste que lo maltrataran.
—¡Nadie lo maltrata! —gritó ella—. Adrián lo educa. ¡Y tú solo estorbas!
Adrián continuó:
—Queremos vivir solos. Sin intromisiones.
Sentí un escalofrío.
—¿Queréis que me vaya?
—Sí —asintió Ángela sin mirarme—. Con tu pensión puedes alquilar una habitación.
—¡Es mi piso! ¡Lo conseguí trabajando cuarenta años!
—Pero me lo regalaste —recordó ella—. Cuando me casé la primera vez.
Es verdad. Tenía cincuenta y dos años, pensé que tendría tiempo de conseguir otro hogar. Pero el trabajo escaseó, la pensión es mínima.
—Estoy empadronada aquí.
—Te darás de baja —cortó Adrián—. Ángela es la dueña.
—¡Soy tu madre! —grité—. ¡Te crié, te di todo!
—Y te lo agradezco —dijo ella, fría—. Pero ahora tengo mi familia.
Por la noche, hablé con Javier.
—Javi, ¿quieres que me vaya?
—¡No, abuela! —lloró—. ¡No te vayas!
—Díselo a tu madre.
—Ya lo hice. Dice que Adrián necesita espacio.
Lo abracé.
—Si él te hace daño, llámame.
—¿Vendrás?
—Sí.
A la mañana siguiente, Adrián y Ángela insistieron:
—Para el fin de semana, te vas.
—¿Adónde voy?
—No lo sé. Es tu problema.
—Ángela, ¿en qué te has convertido?
Adrián me interrumpió:
—Deje de lloriquear. Usted divide a esta familia.
—¿Yo?
—Ángela debe obedecerme a mí, no a usted. ¡Yo mando aquí!
Mi hija bajó la mirada.
—Ni siquiera estáis casados.
—Eso se arregla —dijo Adrián—. Pero la confianza que usted rompe, no.
Llamé a amigas, pero nadie podía ayudarme. Solo quedaba buscar una habitación barata.
Al día siguiente, hice las maletas. Cuarenta años de vida cabían en dos bolsas. Ángela se fue al trabajo sin despedirse. Javier lloraba.
—¡No te vayas!
Adrián lo apartó brMe alejé del edificio con el corazón roto, pero decidida a luchar por mi nieto, porque mientras viva, siempre habrá un lugar en el mundo donde él pueda encontrar amor y refugio.