Papá, tengo hambre y quiero salir a jugar sollozó una vez más la pequeña Marisol, acercándose a su padre.
Andrés estaba terminando su última botella de cerveza y aúlla con el shooter en la pantalla. Tenía una partida crucial, y los chirridos de la niña le irritaban como una mosca en la oreja. No comprendía cuándo dejaría de pedirle algo. La ira crecía cuando la niña le tiró del brazo exigiendo atención. ¿Cuántos años tenía? ¿Cinco? Un niño de esa edad ya podría preparar su propio desayuno, ¿no? Él ya se paseaba por los garajes con los colegas, mientras su hija parecía una criatura dependiente.
Ese distraído instante le costó la partida la derrota le caló los ojos con una sombra densa. Se levantó de un salto, se dirigió a la cocina, agarró un pan duro y lo empujó a Marisol.
Toma y mastica, ¿no alcanzabas a cogerlo? gritó con brusquedad.
Vertió leche del frigorífico en un vaso, lo dejó sobre la mesa y, ante el comentario de la niña de que la mamá siempre calienta la leche, respondió que él no era la mamá y que ya hacía tiempo que ella debía entenderlo. Volvió al ordenador, creyendo que una niña saciada dejaría de interrumpirlo. Pero la furia le empañó la concentración. Después de ir al baño, volvió, pero ni siquiera alcanzó a sentarse en su sillón favorito.
Papá, quiero salir a pasear. ¡Mamá y yo siempre salíamos! balbuceó Marisol, apretando los labios.
¿Quieres pasear? ¡Perfecto! exclamó Andrés, viendo una oportunidad para quedar a solas. Rebuscó en el armario de su hija, encontró unos pantalones térmicos, una sudadera, guantes y una chaqueta con gorro. Vestida deprisa, la empujó al patio y le ordenó que estuviera allí hasta que él la llamara. Se colocó los auriculares, abrió una lata de refresco energético y, con la música retumbando, volvió a disparar enemigos en el juego, disfrutando de que nada lo molestara.
Marisol tembló de frío. Le parecía que su madre siempre le ponía ropa más abrigada para la calle en esa época. El sol ya se había ocultado; su madre nunca enviaba a su hija a pasear a esas horas. La nostalgia por su madre la inundó. Sus labios temblaban, intentó abrir la puerta, pero su padre la había cerrado con llave. Para no congelarse, decidió correr un poco, pero la nieve, sin barrer durante varios días, atrapaba sus pies. Intentó hacer un muñeco de nieve, pero la nieve se deshacía como arena. Llamó a su padre, preguntando si la nieve era realmente arena helada. Golpeó la puerta de la casa, pero nadie respondió, como si no la escucharan. El miedo se apoderó de ella. Cuando el frío la empezó a paralizar, gritó a su papá, pero él no respondió. Se abrazó a sí misma, gimió, y al ver la verja entreabierta se lanzó a buscar calor, aunque fuera un poco. Quiso ir a casa de la vecina, la tía Luz, que siempre les ofrecía leche, pero la casa estaba a oscuras. Golpeó la puerta, sin respuesta. Probó seguir adelante, alejándose del pueblo, pues su casa estaba en la periferia. Lloraba sin saber qué haría cuando la tormenta se intensificó y la nieve cegó todo a su alrededor. Corrió, inhaló el aire helado, sollozó y clamó a su papá, pero en su mente surgía la imagen del hombre enfadado diciendo: «¡Déjame! No soy tu madre!». Al comprender que estaba sola, intentó protegerse del viento que la derribaba, pero cayó de rodillas. El hielo quemó su piel y el viento, como un lobo aúllante, se coló bajo la ropa.
Cuando Andrés recordó a su hija, ya pasaban las dos de la madrugada. Apenas había vuelto del baño, escuchó un fuerte golpeteo en la ventana; las ramas desnudas del acebo bajo ella crujían bajo la escarcha. «Un verdadero vendaval», pensó, y de pronto la idea de que había dejado a su hija afuera le golpeó como un puñal.
Corrió al patio y gritó por Marisol, pero la niña no aparecía. Un terror helado le recorrió el cuerpo, pues la nieve cubría todo y la tormenta aullaba. Por un instante se imaginó que la había dejado con algún vecino y, sin más, volvió a la casa, temblando. Pensó que la tía Luz la habría acogido; al ver la luz encendida en su ventana, se tranquilizó. Respondió fríamente al mensaje de su esposa, diciendo que ya estaban dormidos y todo estaba bien.
Su matrimonio se había enfriado; su esposa, ahora llamada Diana, le recordaba a su madre fallecida, reclamándole que trabajara en vez de pasar el día sentado frente al ordenador. Andrés soñaba con convertirse en jugador profesional, escuchando historias de premios millonarios, mientras la vida real se desmoronaba a su alrededor. Se desplomó en la cama, roncó, y dejó la puerta sin llave por si Marisol volvía.
A la mañana siguiente, un grito de Diana, la hermana de la esposa, resonó en la casa.
¡¿Dónde está Marisol?! ¡Te has vuelto loco! vociferó la joven, angustiada.
Andrés, irritado, le gritó que no estaba en casa. Diana se aferró a su brazo, y él, medio dormido, cayó al suelo.
¡Te voy a contar cada hueso que tenga! amenazó, frotándose el golpe mientras miraba a Diana con furia. Diana, entrenada en karate desde niña, no se dejó amedrentar.
¿Dónde está la niña? ¿A quién le llevaste a mi sobrina? He venido por Marisol.
Por el pueblo anda, ¿dónde puede estar! respondió Andrés, negando que la hubiera entregado a nadie, aunque la había expulsado de casa la noche anterior.
Sin perder tiempo, Diana corrió a la casa de la tía Luz y golpeó la puerta. La anciana negó conocer a Marisol; la nieve había dejado a todos aislados, y nadie se aventuraba a mirar por la ventana. Diana, temblorosa, buscó a su sobrina entre todos los vecinos, pero todos negaban haberla visto. Finalmente volvió a casa y sacudió a Andrés, que estaba nuevamente frente al ordenador, como si nada hubiera pasado. Diana lo golpeó con los puños, llorando.
¡Eres un monstruo! ¿Dónde está la niña? sollozó.
¡Cálmate! No le ha pasado nada, volverá intentó él, sin convicción.
Diana decidió no contarle a su hermana, la madre, la terrible noticia, pues estaba a punto de someterse a una cirugía de corazón y cualquier estrés podía ser fatal. Llamó a la policía; Andrés trató de arrebatarle el móvil, pero ella lo miró con una amenaza que paralizó al hombre. Los agentes prometieron llegar pronto para registrar el área y buscar a la niña. Diana no podía creer lo que ocurría; se sentía atrapada en una pesadilla.
Los policías y los guardacostas llegaron rápidamente, interrogaron a Andrés y, tras observar la escena, le pusieron los esposas.
¿Qué tiene que ver conmigo? protestó él.
Vamos a averiguar si ha hecho algo con la niña; dejar a un menor en la calle en medio de una tormenta es delito replicó el agente, mirando con desprecio a Andrés.
Diana lloraba desconsolada, temiendo lo peor para Marisol. Cada vez que los rescatistas mostraban un pequeño montículo de nieve sospechoso, su corazón se detenía. Tomó la ropa desordenada de la niña, encontró su pijama y se derrumbó en llanto. La última vez que vio a Marisol había sido un mes antes; la niña había abrazado a Diana y le había dicho que la quería mucho. Ahora, la ausencia la devoraba.
El investigador entró y señaló unas manoplas encontradas en el bosque.
¿Pertenecen a la niña? preguntó.
Diana casi perdió el conocimiento al reconocerlas; eran las manoplas que había llevado de un viaje de trabajo. Se desplomó contra el armario, el agente la sostuvo y la llevó al sofá.
Aún es muy pronto para enterrarla. Solo hemos encontrado estas manoplas; la nieve es profunda y no deja rastros informó el agente. Diana asintió, abrazándose a sí misma, y lloró en silencio, rezando a Dios para que la encontraran viva.
La búsqueda se prolongó hasta la madrugada sin resultados. Los equipos se retiraron, dejándole a Diana la casa vacía y una culpa inmensa. Recordó que no había intentado impedir el matrimonio entre su hermana y Andrés; él era un vago que se afanaba en su propio ego, sin aportar nada al hogar. Olía a la culpa, a la frustración.
Al amanecer sonó el teléfono. Era el oficial a cargo del caso, informando que una niña de cinco años había sido ingresada en el Hospital Regional. Diana, sin pensarlo, tomó el coche y se dirigió al hospital. Al entrar en la habitación, casi se desmayó al ver a Marisol, todavía pálida, en la cama.
¿Es su hija? preguntó suavemente el médico.
Mi sobrina balbuceó Diana, intentando ponerse de pie.
Todo irá bien, es una niña fuerte aseguró el doctor, mientras el investigador se retiraba a hablar en privado. Diana se sentó al borde de la cama, tomó la mano de Marisol y sollozó de felicidad. La niña, aunque débil, sonreía al sentir el calor de una mano protectora.
El joven doctor, llamado Sergio, explicó que la niña sufría una ligera congelación en los dedos y un riesgo de neumonía, pero que estaba estable. Diana escuchaba con lágrimas, sabiendo que el futuro de Marisol sería largo y doloroso. Sergio recordó que había encontrado a Marisol en el bosque acompañado de su perro, un labrador llamado Chico. Cuando el canino tiró del brazo de la niña, Sergio actuó rápido, la estabilizó y la llevó al hospital.
No sé cómo agradecerte, Chico, si no fuera por él susurró Diana, abrazando al perro que había llegado con el doctor.
Sergio invitó a Diana a tomar un café en la cantina del hospital. Ella aceptó, agotada y hambrienta, mientras pensaba en cómo contar la verdad a su hermana, Oliva, sin destruirla por completo. Oliva, que estaba a punto de operarse del corazón, necesitaba buenas noticias. Sin embargo, el suceso con Marisol era una herida que tardaría en cicatrizar.
Finalmente, Oliva salió del hospital y, al ver a Diana, la saludó con una sonrisa forzada.
¡Buenas noticias! No harán la operación, el tratamiento ha funcionado anunció, pero con una mirada acusadora: ¿Dónde está Marisol? ¿La dejaste con Andrés?
Diana bajó la cabeza, confesando el horrible hecho. Oliva, entre lágrimas, dijo que nunca perdonaría a Andrés por lo que había hecho con su hija. Propuso a Diana quedarse en su apartamento mientras se recuperaba, y la aceptó sin dudar.
Esa noche, Marisol recuperó la conciencia. Al ver a Diana, la abrazó y lloró, contándole que la había salvado un perro y que había escuchado la voz de un hombre amable, pero que nunca volvería a ver a su papá. Diana prometió protegerla y no volver a mencionar a Andrés.
La inflamación pulmonar se descartó y Marisol mejoró rápidamente. Oliva se dio de alta y, con Andrés bajo custodia, se mudó al piso de Diana, iniciando los trámites de divorcio. Diana y Sergio empezaron una relación, y el perro Chico se convirtió en un huésped permanente en el hogar. Marisol adoró a Chico, pidiéndole siempre una golosina.
Andrés, tras cumplir una condena ligera, se volvió aún más amargado, reclamando que el mundo le había fallado. Un día, en el trabajo, los compañeros, hartos, lo agredieron y lo dejaron postrado. Intentó recomponer su vida, pero Oliva nunca volvió a confiar en él.
Así, la tragedia que comenzó con un simple grito de ¡Papá, tengo hambre! terminó desmoronando una familia, pero también despertó la compasión y el amor en los corazones de quienes quedaron.







