La mañana comenzó con serenidad. Encendí el motor, ajusté los retrovisores y miré a mi fiel compañera en el asiento del copiloto. Lola, una preciosa labradora dorada, siempre había disfrutado los viajes en coche. Se quedaba quieta, observando el paisaje por la ventana o apoyando su cabeza sobre mis rodillas. Dócil, inteligente, nunca causaba problemas.
—¿Lista, Lola? Vamos a hacer unos recados —dije con una sonrisa al arrancar.
Ella movió la cola, pero en lugar de girarse hacia la ventana, clavó sus ojos en mí.
A los cinco minutos, su mirada se volvió intensa, casi penetrante. Inclinó ligeramente la cabeza, sin apartar la vista de mis ojos, como si intentara comunicarme algo urgente.
—¿Oye, qué pasa? —pregunté con una risa nerviosa—. ¿Acaso olvidé poner el intermitente?
Respondió con un ladrido. No uno breve y casual, sino fuerte, insistente, como una advertencia.
—Tranquila, Lola —dije, echando un vistazo rápido a la carretera—. ¿Qué te pasa hoy?
Pero no se calmó. Los ladridos se hicieron más frecuentes, más agudos, y una punzada de inquietud me recorrió el estómago. Nunca actuaba así en el coche.
—¿Tienes hambre? ¿O sueño? —intenté adivinar.
Ella ignoró mis palabras. Se inclinó hacia adelante, sin dejar de mirarme, y había algo en sus ojos que me heló la sangre.
—Me estás asustando… —murmuré, manteniendo una mano en el volante mientras acariciaba su hocico con la otra.
Entonces lo entendí. No me miraba a mí. Su mirada se fijaba en algo más, algo terrible. Frené de golpe y lo vi…
Con cuidado, volví a agarrar el volante, pero la angustia no desaparecía. Lola seguía inmóvil, alternando entre mirarme fijamente y lanzar rápidas miradas hacia abajo, cerca de los pedales.
—¿Hay algo ahí? —pregunté instintivamente, aunque desde mi posición no distinguía nada.
Ladró con fuerza otra vez y luego miró hacia la carretera, como urgiéndome a actuar. Nunca la había visto tan determinada.
—Vale, vale —mascullé, desviándome hacia el arcén.
Al detenerme, salí y levanté el capó. Todo parecía normal, pero al inspeccionar por debajo, vi un charco de líquido turbio bajo la rueda delantera.
—Líquido de frenos… —susurré, pasando los dedos por las gotas. El olor confirmó mis temores. Un latiguillo estaba desgastado, filtrándose peligrosamente.
Un escalofrío me recorrió al pensar qué habría pasado si hubiera seguido conduciendo, especialmente en la autopista.
Me giré hacia Lola, que ahora observaba tranquila desde su asiento, con la cabeza ladeada.
—Hoy has sido mi ángel de la guarda —le dije, acariciándole las orejas.
Y solo entonces comprendí. Aquellos ladridos, aquella mirada… no eran caprichos. Estaba intentando salvarnos la vida.