Durante tres años, ella guardó silencio, hasta que él se arrodilló frente a ella.
Tres meses pasaron sin que nadie en el banco supiera su nombre.
No hablaba de trivialidades, no se quejaba ni pedía favores.
Solo estaba presente.
Una figura menuda, con jersey de cuello alto y un pañuelo en la cabeza, deslizándose en silencio por los pasillos de mármol, eliminando el desorden sin ser vista.
Pulía los suelos hasta que relucían, borraba huellas de cada superficie metálica y dejaba un tenue aroma a limón recién cortado.
El banco brillaba, no con frialdad, sino con calidez y esmero.
La mayoría no la notaba. Algunos se mofaban:
¡Eh, muda! gritaba un joven ejecutivo, señalando con sarcasmo un rincón impecable. Aquí falta polvo.
Ella no replicaba. Solo respiraba hondo, se ajustaba la ropa y seguía trabajando.
Silencio absoluto. A sus espaldas, murmuraban:
Es raro que no diga ni una palabra.
Como si ni siquiera existiera.
Pero ella persistía, entregada a su labor. Su nombre era Aleptina, al menos en los registros.

Nadie indagó sobre su pasado.
Lo que ignoraban era que antes tuvo voz, belleza y un futuro prometedor.
Se llamaba Alia, una maestra y artista que amaba a los niños y la pintura.
Su vida era humilde pero feliz, hasta aquella noche de junio.
Alia terminaba una acuarela de lirios cuando el olor a humo llenó su casa.
Primero pensó en un vecino cocinando, pero luego oyó gritos.
El fuego arrasaba la casa de al lado, donde vivían Lesha y su madre.
Sin dudar, tomó la caja de herramientas de su padre y entró. Las llamas rugían.
Encontró a Lesha y su madre inconscientes. Sacó al niño por la ventana, guiándolo hacia la red de los bomberos.
El calor la derribó, pero la salvaron a tiempo. Lesha vivió; su madre no.
Alia pasó meses en el hospital, con quemaduras en la espalda, piernas y hombros.
Pero el peor daño fue interior: tras la muerte de su madre, dejó de hablar.
Los médicos lo llamaron trauma psicológico.
Renunció a la enseñanza y se recluyó en un pequeño apartamento, con sus peces y sus lienzos.
Pintaba noche tras noche, entre acuarelas y óleos.
Con los años, su padre la convenció de mudarse. Aceptó en silencio y comenzó a limpiar, soportando el dolor de sus heridas.
Encontró paz en la rutina. Su dedicación en una oficina pequeña impresionó al gerente, quien la recomendó al banco.
Tres meses después, llegó Sergei Mikhailovich, el director regional.
Al verla, se detuvo, se quitó los guantes y besó sus manos marcadas.
Llevaba años buscándola: ella había salvado a su hijo Lesha.
Por primera vez en años, Alia habló:
¿Lesha?
Sergei le contó que el niño ahora estudiaba medicina, inspirado por ella.
Con su ayuda, Alia recibió tratamiento. Recuperó la voz y la confianza, y volvió a pintar.
Sus acuarelas, llenas de luz, conmovieron a todos. Ya no limpió por necesidad; eligió vivir con autenticidad.
En una exposición, Lesha, ya adulto, la reconoció. Alia sostuvo otra vez la mano que salvó años atrás.
La historia mostró que los héroes no llevan capa: a veces basta una escoba y un corazón generoso.