Cuidé de él ocho años sin que nadie me diera las gracias.
Todos saben lo duro que es atender a una persona enferma, sobre todo si se trata de un familiar cercano. Yo lo hice con el padre de mi nuera, aunque para mí era prácticamente un desconocido. Ninguno se dignó a agradecerme, y eso me marcó profundamente.
Tengo setenta y dos años y lo que voy a relatar sucedió hace casi quince años. Mi marido falleció hacía tiempo. Tengo un hijo, una nuera y un nieto. El padre de mi nuera, Antonio, era un hombre muy amable; había trabajado como profesor de matemáticas hasta que una grave enfermedad lo dejó postrado.
Gastamos mucho dinero en su tratamiento, yo también aporté lo que pude. Cuando la enfermedad avanzó, lo ataron a la cama y nadie quedó a su cuidado. Mi hijo estaba siempre ocupado, con viajes de negocio; el nieto, Luis, seguía estudiando; mi nuera, Almudena, trabajaba sin parar. Tenía una hermana mayor que vivía en Valencia y sólo podía llamarle para ofrecer su apoyo.
A Almudena le prohibieron presentarse a baja por enfermedad y le dijeron: «O trabajas con normalidad o te echamos». Ella eligió el trabajo y la responsabilidad de cuidar a su padre recayó en mí.
Al principio me pidió que le visitara al menos una vez al día, que le preparara la comida y le alimentara. Accedí sin pensarlo. Nunca imaginé que tendría que hacerlo durante ocho años.
Los primeros días sólo quedaba dos horas, luego volvía a casa. Con el tiempo Almudena me fue delegando más tareas, hasta que pasaba el día entero con Antonio y sólo regresaba al anochecer, caminando de vuelta por la mañana.
Mi hijo, Manuel, sentía lástima por mí; veía lo pesado que resultaba todo. Me aconsejó que dejara la labor benéfica, aunque no decía nada a su mujer porque vivía bajo el mismo techo que ella.
Me molestaba que la hermana mayor de Almudena, Lucía, me llamara constantemente para darme órdenes: qué hacer, cómo hacerlo, cómo debía atender a su padre. Cuando no podía cumplir alguna petición, Almudena se enfadaba y me decía: «Si no te gusta, lleva a tu hijo y vete. Yo me las arreglo sola, buscaré una niñera». Ese sermón lo escuché durante ocho años.
Al final Antonio falleció. Ninguna de sus hijas me agradeció por haberme dedicado a su padre; la mayor aseguró que nadie me obligó a cuidarlo, que lo hice por voluntad propia.
Así es: haces algo bueno por los demás y ellos son tan desalmados que ni siquiera pueden ofrecerte un agradecimiento.







