Durante la boda, mi suegra se levantó de su asiento y le dijo al sacerdote que se oponía a nuestro matrimonio: la respuesta que le di fue la última cosa que esperaba

En aquel entonces, nunca imaginé que mi boda se convertiría en un verdadero drama. Todo comenzó antes de la ceremonia: mi suegra, viuda y convencida de ser aún “joven y hermosa”, insistió en que merecía ser la dama de honor. Aunque me opuse, cedí por el bien de mi prometido. “¿Qué podría salir mal?”, pensé. “Al fin y al cabo, es solo una tradición”.
Pero ocurrió lo peor.
El día de la boda, mi suegra apareció con un vestido blanco largo. ¡Blanco! Como si fuera la novia. En un momento, me arrebató el ramo de las manos y se colocó a mi lado, como si el foco debiera estar sobre ella. Contuve las lágrimas y me negué a posar junto a ella en las fotos.
Sin embargo, lo más humillante sucedió después. Cuando estábamos ante el altar, repitiendo nuestros votos, el sacerdote hizo la pregunta de rigor: “¿Hay alguien que se oponga a esta unión?”.
Y entonces, mi suegra alzó la mano.
Yo me opongo declaró con voz clara. Es mi único hijo, y no estoy dispuesta a entregarlo a otra mujer. Hijo, vámonos a casa. ¿Para qué necesitas esta boda?
Los invitados contuvieron la respiración; alguno incluso soltó una risa ahogada. Mi esposo se quedó paralizado, sin saber qué decir. Yo hervía de rabia, pero en ese instante encontré la manera de salvar la situación.
Con toda la calma del mundo, me giré hacia ella y, en voz alta para que todos oyeran, solté algo inesperado.
Madre, ¿otra vez olvidaste tomar tus pastillas? El médico advirtió que si las saltabas, empezarías a delirar. Déjame traerte agua y tranquilizarte. ¡Hoy es nuestra boda! Soy tu nuera, y este es tu hijo. ¿Es que no me reconoces?
Luego, me dirigí a los presentes:
Perdonad, mi suegra padece una enfermedad grave y a veces no es consciente de lo que dice. Padre, continuemos. Sus palabras no tienen peso. Está confundida.
¡Pero si no estoy enferma! protestó ella.
Sí, sí, estás perfectamente, solo te faltan las pastillas. En un momento te las daré respondí con dulzura.
Se quedó desconcertada, se apartó y se sentó en silencio. La ceremonia siguió, y nos casamos. Aquel día entendí que, a veces, para proteger la felicidad, hay que ser astuta.

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MagistrUm
Durante la boda, mi suegra se levantó de su asiento y le dijo al sacerdote que se oponía a nuestro matrimonio: la respuesta que le di fue la última cosa que esperaba