**Diario de un hombre, 15 de junio**
Durante años, fui una sombra entre las estanterías de la gran biblioteca municipal de Sevilla. Nadie me veía, y eso me parecía normal o eso creía. Me llamo Sofía, y tenía treinta y dos años cuando empecé a trabajar como limpiadora allí. Mi marido, Javier, había muerto de repente, dejándome sola con nuestra hija de ocho años, Lucía. El dolor era un nudo en el pecho, pero no había tiempo para llorar; había que pagar el alquiler y poner comida en la mesa.
El jefe de la biblioteca, el señor Delgado, era un hombre serio, de mirada fría. Me examinó de arriba abajo y dijo con tono distante:
Puede empezar mañana pero que no se vean niños correteando. Que no molesten.
No tuve opción. Asentí sin rechistar.
En un rincón olvidado, cerca de los archivos viejos, había una habitación pequeña con una cama cubierta de polvo y una bombilla que apenas alumbraba. Allí dormíamos Lucía y yo. Por las noches, mientras la ciudad descansaba, yo limpiaba estantes interminables, pulía mesas y vaciaba papeleras llenas de papeles. Nadie me dirigía la palabra; solo era “la mujer de la limpieza”.
Pero Lucía ella sí me miraba. Sus ojos brillaban con la curiosidad de quien descubre un mundo nuevo. Cada día me susurraba:
Mamá, voy a escribir libros que todo el mundo quiera leer.
Y yo sonreía, aunque por dentro me doliera pensar que su mundo se reducía a esos rincones oscuros. Le enseñé a leer con libros viejos que rescatábamos de los descartes. Se sentaba en el suelo, abrazada a un ejemplar gastado, perdida en historias mientras la luz tenue caía sobre sus hombros.
Cuando cumplió doce años, reuní el valor para pedirle al señor Delgado un favor que para mí era enorme:
Por favor, deje que mi hija use la sala de lectura. Le encantan los libros. Trabajaré más horas, le pagaré con lo que ahorre.
Su respuesta fue un desdén helado.
La sala es para los lectores, no para los hijos del personal.
Así que seguimos igual. Ella leía en silencio entre los archivos, sin quejarse jamás.
A los dieciséis, Lucía ya escribía relatos y poemas que ganaban concursos. Un profesor de la Universidad de Salamanca se fijó en ella y me dijo:
Esta niña tiene algo especial. Podría ser la voz de muchos.
Nos ayudó a conseguir becas, y así, Lucía se marchó a estudiar literatura a Madrid.
Cuando le conté al señor Delgado, su expresión cambió.
Espera ¿esa chica que siempre estaba entre los archivos es tu hija?
Asentí.
Sí. La misma que creció mientras yo limpiaba su biblioteca.
Lucía se fue, y yo seguí fregando suelos. Invisible. Hasta que un día, todo cambió.
La biblioteca entró en crisis. El ayuntamiento recortó fondos, la gente dejó de venir y hablaban de cerrarla. “A nadie le importa ya”, decían.
Entonces llegó un correo desde Madrid:
“Soy la Dra. Lucía Moreno. Escritora y profesora. Puedo ayudar. Y conozco bien esa biblioteca”.
Cuando apareció, alta y segura, nadie la reconoció. Se acercó al señor Delgado y le dijo:
Una vez me dijo que la sala de lectura no era para los hijos del personal. Hoy, el futuro de este lugar depende de una de ellas.
El hombre se derrumbó, con lágrimas en los ojos.
Lo siento no lo sabía.
Yo sí respondió ella con calma. Y te perdono, porque mi madre me enseñó que las palabras pueden cambiar el mundo, incluso cuando nadie las escucha.
En meses, Lucía transformó la biblioteca: trajo libros nuevos, organizó talleres para jóvenes y creó actividades culturales sin cobrar un euro. Solo dejó una nota en mi mesa:
“Esta biblioteca me vio como una sombra. Hoy camino con la cabeza alta, no por orgullo, sino por todas las madres que friegan suelos para que sus hijos puedan escribir su historia”.
Con el tiempo, me compró una casa con una pequeña biblioteca. Me llevó a viajar, a ver el mar, a sentir el aire de lugares que antes solo existían en los libros que ella leía de niña.
Hoy me siento en la sala renovada, viendo a niños leer bajo los ventanales que ella mandó arreglar. Y cada vez que oigo en la radio “la Dra. Lucía Moreno” o veo su nombre en una portada, sonrío. Porque antes, yo solo era la mujer que limpiaba.
Ahora, soy la madre de la mujer que devolvió las historias a esta ciudad.
**Lección:** La grandeza no siempre nace en salones iluminados. A veces, brota en rincones oscuros, regada por el sudor y el silencio de quienes nunca dejaron de creer.