Durante años, fui un fantasma entre los pasillos de la gran biblioteca municipal. Nadie me veía, y así lo prefería… o eso creía. Me llamo Lucía, y tenía 32 años cuando empecé a trabajar como limpiadora allí. Mi marido había muerto de repente, dejándome sola con nuestra hija de ocho años, Sofía. El dolor aún me atenazaba, pero no había tiempo para el duelo; había que poner comida en la mesa y el alquiler no se pagaba solo.

Durante años, fui un fantasma entre las estanterías de la gran biblioteca municipal. Nadie reparaba en mí, y así estaba bien o eso creía. Me llamo Lucía, y tenía treinta y dos años cuando comencé a trabajar como limpiadora allí. Mi marido había fallecido de golpe, dejándome sola con nuestra hija de ocho años, Alba. El dolor aún era un nudo en el pecho, pero no había espacio para el llanto; había que comer, y el alquiler no se pagaba solo.

El jefe de la biblioteca, don Agustín, era un hombre de mirada fría y palabras calculadas. Me escrutó de arriba abajo y dijo con tono distante:
Pueden empezar mañana pero que no se oiga a la niña. Que no la vean.
No tuve opción. Acepté sin rechistar.

La biblioteca escondía un rincón olvidado, cerca de los archivos polvorientos, donde había una habitación pequeña con una cama gastada y una bombilla que ya no alumbraba. Allí dormíamos Alba y yo. Cada noche, mientras la ciudad dormía, yo desempolvaba estantes infinitos, pulía mesas largas y vaciaba papeleras repletas de papeles y envoltorios. Nadie me miraba; solo era “la señora de la limpieza”.

Pero Alba ella sí me veía. Observaba con esa chispa de quien descubre secretos escondidos. Cada tarde me susurraba:
Mamá, voy a escribir historias que todo el mundo quiera leer.
Y yo sonreía, aunque por dentro supiera que su mundo se reducía a aquel rincón oscuro. Le enseñé a leer con viejos cuentos infantiles que rescatábamos de los estantes de descarte. Se sentaba en el suelo, abrazada a un libro ajado, perdida en reinos lejanos mientras la luz tenue acariciaba su pelo.

Cuando cumplió doce años, reuní el coraje para pedirle a don Agustín algo que para mí era enorme:
Por favor, deje que mi hija use la sala de lectura. Le encantan los libros. Trabajaré más, le pagaré de mi bolsillo.
Su respuesta fue una risa seca.
La sala es para los lectores, no para los hijos del personal.

Así que seguimos igual. Ella leía en silencio entre los archivos, sin protestar.

A los dieciséis, Alba ya escribía relatos y poemas que ganaban premios en el pueblo. Un profesor de la universidad reparó en ella y me dijo:
Esta niña tiene algo especial. Podría ser la voz de muchos.
Nos ayudó a conseguir becas, y así, Alba fue aceptada en un programa de escritura en Madrid.

Cuando se lo conté a don Agustín, vi cómo su expresión se torcía.
Espera ¿esa chica que siempre estaba en los archivos es tu hija?
Asentí.
Sí. La misma que creció mientras yo fregaba su biblioteca.

Alba se marchó, y yo seguí limpiando. Invisible. Hasta que un día, el destino cambió de rumbo.

La biblioteca entró en crisis. El ayuntamiento recortó presupuestos, la gente dejó de venir y hablaron de cerrarla para siempre. “Parece que ya no importa a nadie”, decían.

Entonces, llegó un mensaje desde Madrid:
“Me llamo Dra. Alba Mendoza. Soy escritora y profesora. Puedo ayudar. Y conozco bien esa biblioteca”.

Cuando apareció, alta y segura, nadie la reconoció. Se plantó frente a don Agustín y le dijo:
Una vez me dijiste que la sala no era para los hijos del personal. Hoy, el futuro de este lugar está en las manos de una de ellas.

El hombre se desmoronó, con lágrimas rodando por su rostro.
Lo siento no lo sabía.
Yo sí respondió ella con dulzura. Y te perdono, porque mi madre me enseñó que las palabras pueden cambiar el mundo, incluso cuando nadie las escucha.

En meses, Alba transformó la biblioteca: trajo libros nuevos, organizó talleres para jóvenes, creó ciclos de poesía y no aceptó ni un euro a cambio. Solo dejó una nota en mi mesa:
“Esta biblioteca una vez me vio como una sombra. Hoy camino con la frente alta, no por orgullo, sino por todas las madres que friegan para que sus hijas puedan escribir su propia historia”.

Con el tiempo, me construyó una casa llena de luz, con una pequeña biblioteca solo para mí. Me llevó a viajar, a ver el mar, a sentir el viento en lugares que antes solo existían en aquellos libros viejos que ella leía de niña.

Ahora me siento en la sala renovada, viendo a niños leer en voz alta bajo los ventanales que ella mandó arreglar. Y cada vez que escucho en la radio “la Dra. Alba Mendoza” o veo su nombre en la portada de un libro, sonrío. Porque antes, yo solo era la mujer que limpiaba.

Ahora, soy la madre de la mujer que devolvió las historias a este pueblo.

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MagistrUm
Durante años, fui un fantasma entre los pasillos de la gran biblioteca municipal. Nadie me veía, y así lo prefería… o eso creía. Me llamo Lucía, y tenía 32 años cuando empecé a trabajar como limpiadora allí. Mi marido había muerto de repente, dejándome sola con nuestra hija de ocho años, Sofía. El dolor aún me atenazaba, pero no había tiempo para el duelo; había que poner comida en la mesa y el alquiler no se pagaba solo.