Me llamo Ana García. A los 29 años empiezo a trabajar como limpiadora en la residencia de los Pérez, una familia acomodada de Salamanca.
Soy viuda; mi marido murió en un derrumbe y lo único que tengo es mi hijo de cuatro años, Miguel. Le pido a la señora Pérez trabajo y ella me mira con frialdad y dice:
—Puedes comenzar mañana, pero el niño tiene que quedarse en la parte trasera de la casa.
Asiento con la cabeza; no tengo alternativa.
Vivo en una pequeña habitación con el techo que gotea, sobre un colchón de una sola pieza. Cada día froto los suelos de mármol, brillo los inodoros y limpio tras los tres niños consentidos de la señora Pérez. Nunca me miran a los ojos.
Miguel, sin embargo, sí lo hace. Cada mañana me repite:
—Mamá, te construiré una casa más grande que esta.
Le enseño a contar con la tiza sobre los azulejos viejos y él lee los periódicos desgastados como si fueran libros de texto.
Cuando tiene siete años le suplico a la señora Pérez:
—Por favor, déjeme ir a la escuela, que me encargue de más horas y le pago con mi salario.
Ella se ríe con desdén:
—Mis hijos no se juntan con los hijos del servicio.
Lo inscribo entonces en la escuela pública del municipio. Camina dos horas a pie cada día, a veces descalzo, y nunca se queja.
A los catorce años gana concursos en toda Castilla y León. Una jurado británica lo descubre y le ayuda a conseguir una beca para estudiar en Canadá, donde entra en un programa científico de prestigio.
Cuando le cuento a la señora Pérez, ella se queda pálida:
—¿Ese chico… es tu hijo?
—Sí, el mismo que creció mientras yo limpiaba tus baños.
Años después el señor Pérez sufre un infarto y su hija necesita un trasplante de riñón. La familia pierde la fortuna en pocos meses. Los médicos afirman que se requieren especialistas extranjeros.
Llega entonces un mensaje desde Canadá:
—Me llamo Dr. Miguel García. Soy cirujano transplantador y puedo ayudar. Conozco a la familia Pérez.
Él llega con un equipo médico privado, alto, seguro y elegante. Al principio nadie lo reconoce. Se vuelve a la mira a la señora Pérez y dice:
—Hace tiempo dijiste que tus hijos no se mezclaban con los hijos del servicio. Hoy la vida de tu hija depende de uno de ellos.
La operación tiene éxito. No cobra nada, sólo deja una nota:
«Ese hogar me mostró la sombra de la que he nacido. Hoy camino con la cabeza alta, no por orgullo, sino por cada madre que limpia baños para que sus hijos alcancen el cielo.»
Después me construye una casa propia y me lleva a la costa cantábrica. Cumple mis sueños.
Ahora estoy sentada en el balcón, viendo a los niños ir a la escuela. Cuando en la televisión escucho: «¡Dr. Miguel García!», sonrío…
Porque antes solo era una limpiadora.
Hoy soy la madre de un hombre sin el cual no podrían vivir.