Dudas que Destruyen

**Las Dudas que Desgarran**

Lucía estaba sentada en la cocina, con los codos apoyados en la mesa, mirando fijamente por la ventana hacia el cristal oscuro de la noche, como si esperara ver algo en él. Sus ojos estaban cansados, su rostro, pálido. De repente, la puerta crujió suavemente y entró su suegra, Carmen López.

—¿Qué haces aquí a estas horas? —preguntó mientras alcanzaba una jarra de agua.

—Pensando, Carmen… —respondió Lucía casi en un susurro.

La mujer bebió un trago y se disponía a marcharse, pero Lucía levantó la cabeza de pronto:

—Quédese, por favor. Necesitamos hablar. Solo cierre la puerta…

Carmen se detuvo, algo desconcertada:

—¿Qué pasa?

—Siéntese. Tengo… que contarle algo sobre Jorge…

Su suegra obedeció, con el vaso aún en la mano, y Lucía comenzó a hablar. Cuanto más decía, más pálida se ponía Carmen. Las palabras parecían haberle quitado el habla.

—No, Lucía, no voy a echarte a la calle a estas horas. Mañana, con el niño, os iréis. Yo me levanto temprano para trabajar, así que me avisas.

—¿Y si posponemos la reforma? Jorge y yo podríamos irnos a la casa del pueblo en verano, ahora hace frío… Además, Jorge volverá pronto…

—Imposible. Ahora es buen momento, luego los precios se dispararán, y en verano no quiero vivir entre polvo.

—Pero habrá polvo igual —observó Lucía con cautela.

—Y por cierto, vuestras cosas también hay que sacarlas. Ya lo dije. No te hagas la mártir. Mi hijo te acogió a ti y al niño, lo mínimo es que no protestes.

—¡Pero es su nieto! —se le escapó a Lucía.

—¿Ah, sí? Pues Jorge tiene una hija con esa otra, la que está trabajando fuera. *Esa* es mi nieta. Este… habría que demostrarlo.

Lucía se quedó paralizada. Las palabras de Carmen fueron un golpe bajo.

—Tiene casi cuatro años. ¿Y solo ahora me dice esto? ¿Adónde iré con el niño?

—No lo sé —se encogió de hombros Carmen—. Me da igual.

Lucía había conocido a Jorge cinco años atrás. No era un adonis, pero parecía formal. Ya no eran tiempos de amoríos: los dos eran adultos, con experiencia. Ella, cocinera en un colegio; él, obrero que se iba largas temporadas a trabajar fuera. Cuando quedó embarazada, él propuso casarse. No hubo boda, solo el juzgado.

Vivían en casa de su madre. A Carmen no le gustaba tener a una extraña en su hogar, y menos con barriga. Estaba acostumbrada a la tranquilidad, al silencio, a la rutina. Y de pronto, alguien cantaba en el baño, arrastraba los pies, y luego un bebé que lloraba día y noche. Encima, su hijo ya no la ayudaba tanto en la huerta.

Lo peor: no creía que Lucía lo quisiera. Pensaba que se había casado por interés. Y dudaba: ¿era Álvaro realmente su nieto?

Ahora había decidido hacer reformas. Y dejó claro desde el principio: Lucía y el niño debían irse. Ella se resistió, diciendo que no tenía adónde, aunque su tía los acogería. Carmen no cedía. Todo la irritaba: los juguetes esparcidos, el olor a potito.

Cuando Jorge dejó de dar señales, Lucía se preocupó. Nunca lo hacía. No llamó esa noche, pero por la mañana, su móvil estaba apagado.

—Nunca lo apaga —dijo Lucía al entrar en la cocina—. Algo pasa.

—Estará durmiendo —gruñó Carmen—. ¿Por qué te alarmas?

—Siempre hablamos. Nunca ha pasado esto.

—Llama a su trabajo. Vamos.

Lucía marcó el número. Dos minutos después, palideció.

—Está en el hospital. Lo ingresaron… Le dio algo.

—¿Qué? —Carmen se dejó caer en una silla—. ¿Quién lo supo?

—Su… primera mujer. Ella está al tanto. No nos avisaron.

—¡Iré yo! —saltó Carmen.

—No, tiene la reforma. Yo llevaré a Álvaro a lo de mi tía e iré a verlo. Averiguaré todo.

Tres semanas después, Lucía volvió con Jorge. Estaba grave, con secuelas de un ictus. El lado izquierdo no le respondía bien, pero hablaba, bromeaba, se esforzaba.

Lucía no se separó de él. Buscó especialistas, organizó la rehabilitación, dormía tres horas, corría a las terapias, a las inyecciones, a los ejercicios. Parecía vivir solo para devolverle a Jorge una vida normal.

Una noche tarde, mientras Carmen fregaba los platos, Lucía murmuró:

—Se lo contaré. Pero que él no se entere.

Y reveló la verdad: Jorge había ido a ver a su ex y a la niña. Al abrir la puerta, un hombre desconocido. Y la niña… su viva imagen. Rubia, con hoyuelo. Después, la ex confesó: ese era el padre real; Jorge solo había sido un recurso por miedo a la soledad.

Jorge se sentó en un banco… y el corazón no aguantó.

—Entonces —suspiró Carmen—, ¿mi nieta no lo es?

—Exacto.

Después de aquella conversación, Carmen empezó a mirar a Lucía distinto. Veía cómo vivía por su marido, cómo se levantaba de madrugada, le masajeaba el brazo, vigilaba su dieta, investigaba, consultaba. ¿Dónde estaba la “intrusa”, la “interesada”?

Un día, mientras Lucía tecleaba en el portátil, Carmen se volvió:

—Dime la verdad. ¿Álvaro es hijo de Jorge?

Lucía tardó en responder. Luego alzó la vista:

—La verdad la tiene delante. Empezamos a salir ante sus ojos. Quizás no lo amaba locamente, pero lo elegí. Y no lo traicioné. ¿Necesita pruebas para verlo?

Carmen no pudo contenerse: rompió a llorar. Después abrazó a Lucía.

—Perdóname. Vieja tonta. No vi quién tenías delante.

Lucía también se emocionó:

—Y usted perdóneme a mí. Tampoco soy de fresa. Pero somos familia. ¿Verdad?

En ese momento, Jorge apareció en la cocina.

—¿Qué pasa? ¿Algo malo?

—De alegría, hijo —sonrió Carmen—. Porque todo está bien.

—Ay, las mujeres… —se rio Jorge—. Malo, lloráis; bueno, también…

—¡Pero con nosotras no hay aburrimiento! —lo abrazó Lucía, y Carmen guiñó un ojo—: Y lo más importante… ¡seguridad garantizada!

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