Dudas que Destruyen

**Dudas que destruyen**

Anoche estaba sentada en la cocina, con los codos apoyados en la mesa, mirando fijamente por la ventana hacia el cristal negro de la noche, como si pudiera ver algo en él. Mis ojos estaban cansados, mi rostro marchito. De repente, la puerta chirrió suavemente y entró mi suegra, Carmen López.

—¿Qué haces despierta a estas horas? —preguntó mientras alcanzaba la jarra de agua.

—Estoy pensando, Carmen —respondí casi en un susurro.

Ella bebió un sorbo y dio media vuelta para marcharse, pero entonces levanté la cabeza:

—Espere, por favor. Necesito hablar con usted. Cierre la puerta…

Carmen se detuvo, algo recelosa:

—¿Qué pasa?

—Siéntese. Tengo que contarle algo sobre Alberto…

Mi suegra se sentó con el vaso en la mano mientras yo empezaba a hablar. Cuanto más decía, más pálida se volvía su rostro. Mis palabras parecieron quitarle el habla.

—No, Lucía, no voy a echarte a la calle a media noche. Mañana por la mañana os vais, con el niño. Justo tengo que levantarme temprano para el trabajo, así que despiértame.

—¿Y si esperamos a hacer la reforma? Nos podríamos ir a la casa de campo en verano con Diego, ahora hace frío… Además, Alberto estará de vuelta…

—No. Es el mejor momento; luego los precios subirán, y en verano no quiero vivir entre polvo.

—Pero habrá polvo igual —apunté con prudencia.

—Y por cierto, vuestras cosas también tenéis que sacarlas. Ya lo dije. No te hagas la víctima. Mi hijo os acogió a ti y al niño; lo menos que podrías hacer es quedarte callada.

—¡Pero es su nieto! —se me escapó.

—¿Ah, sí? Pues Alberto tiene una hija con esa mujer que conoció en Alemania. Ella sí es mi nieta. Este… habría que demostrarlo.

Me quedé helada. Sus palabras fueron un puñetazo en el estómago.

—Tiene casi cuatro años. ¿Y ahora me dice esto? ¿A dónde quiere que vaya con mi hijo?

—No lo sé —se encogió de hombros—. Me da igual.

Conocí a Alberto hace cinco años. No era guapo, pero parecía un hombre responsable. Ya no era cuestión de amor; los dos éramos adultos, con experiencia. Yo cocinaba en un colegio; él, obrero en obras que se iba largas temporadas al extranjero. Cuando me quedé embarazada, enseguida propuso casarnos. Sin boda, solo el papeleo en el registro.

Vivíamos en casa de su madre. A Carmen no le hacía gracia tener a otra mujer bajo su techo, y menos con un bebé en camino. Ella era de costumbres fijas: silencio, soledad, rutina. Y de repente, alguien cantando en la ducha, arrastrando los pies, y luego un niño llorando día y noche. Además, su hijo ya no podía ayudarla tanto en la huerta.

Lo peor era que no creía en mis sentimientos. Estaba segura de que me casé por interés. Y dudaba: ¿Diego era realmente su nieto?

Ahora había decidido hacer reformas y me había avisado: que me buscara otro sitio. Yo me resistía, aunque una tía estaba dispuesta a acogernos. Carmen no cedía. Todo la irritaba: los juguetes tirados, el olor a puré de bebé.

Cuando Alberto dejó de responder al teléfono, me alarmé. Nunca lo hacía. Esa noche no llamé, pero por la mañana su móvil estaba apagado.

—Nunca lo apaga —dije al entrar en la cocina—. Algo pasa.

—Estará durmiendo —refunfuñó mi suegra—. ¿Por qué te asustas así?

—Todos los días hablamos. Nunca ha pasado esto.

—Llama a su trabajo. Anda.

Marqué el número. Dos minutos después, palidecí.

—Está en el hospital. Lo ingresaron… Le dio algo.

—¿Qué? —Carmen se dejó caer en una silla—. ¿Quién lo supo?

—Su… primera mujer. Ella está al tanto. A nosotras no nos avisaron.

—¡Yo voy! —se levantó de un salto.

—No, tiene la reforma. Dejaré a Diego con mi tía e iré yo. Averiguaré qué pasa.

Tres semanas después, volví con Alberto. Estaba grave, con secuelas de un ictus. El lado izquierdo no le respondía bien, pero hablaba, bromeaba, se esforzaba.

No me separé de él ni un segundo. Busqué especialistas, organicé la rehabilitación, dormía tres horas, corría a las terapias, a las inyecciones, a la fisioterapia. Vivía solo para una cosa: devolverle su vida normal.

Una noche, mientras Carmen fregaba los platos, le dije en voz baja:

—Voy a contarle algo. Pero no se lo diga a él.

Y le revelé la verdad: Alberto había ido a ver a su hija. Al abrir la puerta, un hombre desconocido. El niño era su copia: rubio, con un hoyuelo en la mejilla. Luego, Elena, su ex, confesó: ese era el verdadero padre. Ella antes tuvo miedo de quedarse sola, y Alberto fue su salvavidas.

Alberto se sentó en un banco, y su corazón no aguantó.

—Entonces —suspiró Carmen—, ¿mi nieta no es mía?

—Exacto.

Después de eso, mi suegra empezó a verme distinto. Observó cómo vivía por mi marido: cómo me levantaba de madrugada, le masajeaba el brazo, vigilaba su dieta, investigaba, consultaba médicos. ¿Dónde estaba ahora esa “oportunista”?

Un día, mientras yo trabajaba en el portátil, Carmen se giró:

—Dime la verdad. Diego… ¿es hijo de Alberto?

No contesté de inmediato. Luego alcé la vista:

—La verdad la tiene delante. Nosotros empezamos a salir cuando usted lo vio. Quizá no fuera un amor loco, pero elegí a Alberto. Y no le he fallado. ¿Necesita pruebas para entenderlo?

Carmen no pudo más: rompió a llorar. Luego se acercó y me abrazó.

—Perdóname. Vieja tonta. No supe ver quién tenía delante.

Yo también lloré:

—Y usted perdóneme a mí. No soy de miel. Pero somos familia, ¿verdad?

En ese momento, Alberto entró en la cocina.

—¿Qué pasa aquí? ¿Ocurre algo?

—De felicidad, hijo —sonrió su madre—. Porque todo marcha bien.

—Las mujeres… —se rio él—. Si es malo, lloráis. Si es bueno, también…

—¡Pero con nosotras no hay aburrimiento! —lo abracé, mientras mi suegra guiñaba un ojo:

—Y lo más importante… con nosotras hay seguridad.

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