**Las Dudas que Destruyen**
Lucía estaba sentada en la cocina, con los codos apoyados en la mesa, mirando por la ventana hacia el cristal negro de la noche, como si esperase encontrar algo en aquella oscuridad. Tenía los ojos cansados, el rostro apagado. De pronto, la puerta crujió suavemente y entró su suegra, Carmen Serrano.
—¿Qué haces aquí a estas horas? —preguntó mientras servía un vaso de agua.
—Estoy pensando, Carmen —respondió Lucía en un susurro.
La mujer bebió un trago y se disponía a marcharse, pero Lucía alzó la mirada de repente:
—Quédese, por favor. Necesitamos hablar. Solo cierre la puerta…
Carmen se detuvo, alerta:
—¿Qué ocurre?
—Siéntese. Tengo que contarle algo sobre Andrés…
La suegra se sentó, sosteniendo el vaso, mientras Lucía comenzaba a hablar. Y cuanto más decía, más pálida se volvía la madre de su marido. Las palabras parecían dejarle sin aliento.
—No, Lucía, no voy a echarte a la calle a medianoche. Mañana por la mañana os iréis con el niño. Yo me levanto temprano para trabajar, así que despiértame.
—¿Y si posponemos la reforma? Podríamos irnos a la finca este verano con Daniel, pero ahora hace frío… Además, Andrés volverá pronto…
—No se puede. Ahora es buen momento; luego los precios subirán. Y en verano no quiero vivir entre polvo.
—Pero habrá polvo igual —apuntó Lucía con cautela.
—Y vuestras cosas, por cierto, también hay que sacarlas. Ya lo dije. No te hagas la víctima. Mi hijo os acogió a ti y al niño; al menos podrías agradecerlo.
—¡Pero es su nieto! —escapó de los labios de Lucía.
—¿Ah, sí? Pues Andrés tiene una hija con esa mujer, la que está trabajando fuera. Esa sí es mi nieta. Pero este… habrá que demostrarlo.
Lucía se quedó helada. Las palabras de su suegra fueron un golpe bajo.
—Tiene casi cuatro años. ¿Y solo ahora me dice esto? ¿Adónde quiere que vaya con mi hijo?
—No lo sé —dijo Carmen encogiéndose de hombros—. Me da igual.
Lucía había conocido a Andrés cinco años atrás. No era un adonis, pero parecía formal. Ya no había tiempo para el amor; ambos eran adultos, con experiencia. Ella, cocinera en un colegio; él, obrero que se marchaba mucho tiempo a trabajar fuera. Cuando quedó embarazada, él propuso casarse. Sin boda, solo el registro civil.
Vivían en casa de su madre. A Carmen no le gustaba tener a una mujer extraña bajo su techo, además embarazada. Estaba acostumbrada al silencio, la soledad, la rutina. Y de pronto, alguien cantaba en el baño, arrastraba los pies por el suelo, y luego un bebé que lloraba día y noche. Su hijo ya apenas ayudaba en la finca.
Pero lo peor era que no creía en los sentimientos de Lucía. Pensaba que se había casado por interés. Y dudaba: ¿Daniel era realmente su nieto?
Ahora quería hacer reformas y advirtió: Lucía y el niño debían irse. Ella se resistió, alegando que no tenía adónde. Aunque su tía estaba dispuesta a acogerlos. Carmen no cedía. Todo la irritaba: los juguetes regados, el olor de los potitos.
Cuando Andrés dejó de responder al teléfono, Lucía se preocupó. Nunca lo hacía. No llamó de madrugada, pero por la mañana, su móvil estaba apagado.
—Nunca lo apaga —dijo Lucía al entrar en la cocina—. Algo no va bien.
—Estará durmiendo —refunfuñó su suegra—. ¿Por qué tanto alboroto?
—Hablamos todos los días. Nunca ha pasado esto.
—Llama a su trabajo. Anda.
Lucía marcó el número. Dos minutos después, palideció.
—Está en el hospital. Lo ingresaron… Le dio un mareo.
—¿Cómo? —Carmen se desplomó en una silla—. ¿Quién lo supo?
—Su… primera esposa. Ella está al tanto. No nos avisaron.
—¡Voy yo! —se levantó la suegra.
—No, con la reforma. Dejaré a Daniel con mi tía e iré yo. Lo averiguaré todo.
Tres semanas después, Lucía regresó con Andrés. Estaba grave, con secuelas de un infarto. El lado izquierdo no le respondía bien, pero hablaba, bromeaba, se esforzaba.
Lucía no se separó de él. Buscaba especialistas, organizaba rehabilitación, dormía tres horas, corría a las terapias, las inyecciones, la fisioterapia. Vivía solo para devolverle a Andrés una vida normal.
Una noche, mientras Carmen lavaba los platos, Lucía murmuró:
—Se lo contaré. Pero no se lo diga a él.
Y reveló la verdad: Andrés fue a ver a su hija con su primera mujer. Al abrir la puerta, había un hombre desconocido. Y el niño era su vivo retrato. Rubio, con un hoyuelo en la mejilla. Después, ella misma, Laura, confesó: él era el verdadero padre. Andrés solo había sido un refugio.
Andrés se sentó en un banco, y el corazón no aguantó.
—Entonces —susurró Carmen—, ¿mi nieta no lo es?
—Exacto.
Desde entonces, Carmen miró a Lucía con otros ojos. La veía cuidar a su marido, levantarse de madrugada, masajear su mano, vigilar su dieta, estudiar, consultar. ¿Dónde estaba aquella “intrusa”, “interesada”?
Un día, mientras Lucía tecleaba en el portátil, Carmen se volvió:
—Dime la verdad. ¿Daniel es hijo de Andrés?
Lucía tardó en responder. Luego alzó la cabeza:
—La verdad está frente a usted. Empezamos a salir delante de sus ojos. Quizá no me enamoré perdidamente, pero elegí a Andrés. Y no lo traicioné. ¿Necesita pruebas para entenderlo?
Carmen no pudo más: rompió a llorar. Luego abrazó a Lucía.
—Perdóname. Vieja tonta. No vi quién tenía delante.
Lucía también lloró:
—Y usted perdóneme a mí. No soy un ángel. Pero somos familia, ¿verdad?
En ese momento, Andrés entró en la cocina.
—¿Qué pasa aquí? ¿Algún problema?
—De felicidad, hijo —sonrió su madre—. Porque todo va bien.
—Las mujeres… —sonrió Andrés, burlón—. Si es malo, lloráis. Si es bueno, también…
—¡Pero con nosotras no hay aburrimiento! —lo abrazó Lucía, y su suegra guiñó un ojo—. Y sobre todo, hay seguridad.