**Las Dudas que Destruyen**
Lucía estaba sentada en la cocina, con los codos apoyados en la mesa, mirando a través del cristal negro de la ventana como si pudiera ver algo en él. Sus ojos estaban cansados, su rostro, pálido. De repente, la puerta crujió suavemente y entró su suegra, Carmen.
—¿Qué haces levantada a estas horas? —preguntó mientras alcanzaba una jarra de agua.
—Estoy pensando, Carmen —respondió Lucía en voz baja.
Carmen tomó un sorbo y se disponía a marcharse cuando Lucía levantó la cabeza de repente:
—Quédese, por favor. Necesitamos hablar. Cierre la puerta…
La suegra se detuvo, un tanto recelosa:
—¿Qué pasa?
—Siéntese. Tengo… que contarle algo sobre Javier…
Carmen se sentó con el vaso en la mano mientras Lucía comenzaba a hablar. Cuanto más decía, más pálida se ponía la madre de su marido. Las palabras parecían haberle quitado el habla.
—No, Lucía, no voy a echar a nadie a estas horas. Por la mañana os iréis con el niño. Igual tengo que levantarme temprano para el trabajo, así que despiértame.
—¿Y si posponemos la reforma? Podríamos irnos a la casa de campo con Daniel en verano, ahora hace frío… Y Javier va a volver pronto…
—No puede ser. Ahora es buen momento, luego los precios subirán. Además, en verano no quiero vivir con el polvo de las obras.
—Habrá polvo igual —comentó Lucía con cautela.
—Y por cierto, vuestras cosas también hay que sacarlas. Ya te lo dije. No te hagas la víctima. Mi hijo os acogió a ti y al niño, podrías al menos guardar silencio.
—¡Pero es su nieto! —saltó Lucía.
—¿Ah, sí? Pues Javier tiene una hija con aquella, la que está trabajando fuera. Esa sí es mi nieta. Este… aún habría que demostrarlo.
Lucía se quedó helada. Las palabras de Carmen fueron un golpe bajo.
—Tiene casi cuatro años. ¿Y ahora me dice esto? ¿Adónde quiere que vayamos con el niño?
—No lo sé —respondió Carmen encogiéndose de hombros—. Me da igual.
Lucía conoció a Javier cinco años atrás. No era guapo, pero parecía seguro. Ya no eran tiempos de amor, los dos eran adultos con experiencia. Ella, cocinera en un colegio; él, obrero que se iba largas temporadas a trabajar fuera. Cuando se quedó embarazada, él propuso casarse. Sin boda, solo en el registro.
Vivían en casa de su madre. A Carmen no le gustaba que una extraña, y encima embarazada, invadiera su hogar. Estaba acostumbrada al silencio, la soledad, la rutina. Y ahora alguien cantaba en el baño, arrastraba los pies por el suelo y, después, un bebé que no paraba de llorar. Además, su hijo ayudaba menos en la casa de campo.
Lo peor era que no creía en los sentimientos de Lucía. Pensaba que se había casado por interés. Y dudaba: ¿era Daniel realmente su nieto?
Ahora había decidido hacer reformas. Y desde el principio ordenó: Lucía y el niño debían irse. Ella se negó, diciendo que no tenía dónde, aunque una tía estaba dispuesta a acogerlos. Carmen no cedía. Todo la irritaba, desde los juguetes regados hasta el olor de los potitos.
Cuando Javier dejó de responder al teléfono, Lucía se preocupó. Nunca lo había hecho. No llamó a altas horas, pero por la mañana, su móvil estaba apagado.
—Nunca lo apaga —dijo Lucía al entrar en la cocina—. Algo va mal.
—Estará durmiendo —refunfuñó Carmen—. ¿Por qué saltas así?
—Hablábamos todos los días. Nunca ha pasado esto.
—Llama a su trabajo. Vamos.
Lucía marcó el número. Dos minutos después, palideció.
—Está en el hospital. Lo llevaron… Le dio un ataque.
—¿Qué? —Carmen se dejó caer en una silla—. ¿Quién lo supo?
—Su… primera mujer. Ella está al tanto. No nos avisaron.
—¡Iré yo! —se levantó la suegra.
—No, tiene la reforma. Dejaré a Daniel con mi tía e iré yo. Averiguaré todo.
Tres semanas después, Lucía regresó con Javier. Estaba grave, con secuelas de un ictus. La parte izquierda no respondía bien, pero hablaba, bromeaba, se esforzaba.
Lucía no se separó de él ni un segundo. Buscó especialistas, organizó rehabilitación, dormía tres horas, corría a las sesiones, a las inyecciones, a la fisioterapia. Vivía solo para una cosa: devolverle la vida a Javier.
Una noche, mientras Carmen fregaba los platos, Lucía murmuró:
—Se lo contaré. Pero no le diga nada.
Y reveló la verdad: Javier fue a ver a su hija. Al abrir la puerta, un desconocido. El niño, su copia. Rubio, con un hoyuelo. Luego, Marta confesó: aquel era el padre verdadero. Antes tuvo miedo de quedarse sola y Javier… fue un recurso.
Javier se sentó en un banco. Y el corazón no aguantó.
—Entonces… —susurró Carmen— ¿mi nieta no es mi nieta?
—Exacto.
Después de aquello, Carmen empezó a mirar a Lucía de otra manera. La veía vivir por su marido, levantarse de noche, masajearle el brazo, controlar su dieta, estudiar, consultar. ¿Dónde estaba ahora esa “extraña”, esa “”interesada””?
Una tarde, mientras Lucía trabajaba en el portátil, Carmen se giró:
—Dime la verdad. Daniel… ¿es hijo de Javier?
Lucía tardó en responder. Luego alzó la mirada:
—La verdad la tiene delante. Empezamos a salir cuando usted nos vio. Quizás no me enamoré perdidamente, pero elegí a Javier. Y no le he fallado. ¿Necesita un análisis para entenderlo?
Carmen no pudo más: rompió a llorar. Luego se acercó y la abrazó.
—Perdóname. Vieja tonta. No vi quién estaba ante mí.
Lucía también lloró:
—Y usted perdóneme. No soy de azúcar. Pero somos familia. ¿Verdad?
En ese momento, Javier entró en la cocina.
—¿Qué os pasa? ¿Ocurre algo?
—De felicidad, hijo —sonrió Carmen—. Porque todo va bien.
—Las mujeres… —sonrió Javier—. Mal, lloráis. Bien, también…
—¡Pero con nosotras no hay aburrimiento! —lo abrazó Lucía, mientras Carmen guiñaba un ojo—. Y sobre todo… hay seguridad.