DOS LATTES.
—Buenas tardes, doña Tamara. ¿Lo de siempre, dos lattes? —pregunté con una sonrisa, observando con preocupación el rostro surcado de arrugas pero aún elegante de nuestra clienta más fiel.
—¡Hola, Leticia! Sí, igual que siempre, dos lattes. Y, si eres tan amable, una magdalena, por favor.
Doña Tamara apoyó su bastón en el respaldo de la silla y, conteniendo un gesto de dolor, se sentó junto a la ventana.
—Estábamos preocupadas. ¿Qué pudo romper su rutina? Sabemos que no olvidaría qué día es hoy. Hasta salí a buscarla —comenté mientras daba instrucciones a la nueva camarera.
—Cariño, lo que temen me pasará, pero solo Dios sabe cuándo. No se alarmen, Leticia. La explicación es sencilla: fui a retirar mi pensión y el cajero se tragó la tarjeta. Tuve que ir al banco a sacar otra, y había cola. ¡Parece que todas las abuelas del barrio eligieron hoy para hacer operaciones financieras! —bromeó, aunque su voz delataba el cansancio.
Sus manos, siempre envueltas en guantes de encaje negro, temblaban. Los labios, antes firmes, ahora se curvaban hacia abajo. El tiempo no perdona, y en su rostro palidecido se veía el peso de los años.
Soy la encargada de una pequeña cafetería en el corazón de Madrid. Esta ciudad, llena de historias, guarda secretos en cada esquina. Empecé a trabajar aquí a los quince años, durante las vacaciones, para comprarle un móvil nuevo a mi madre. Primero me pusieron a limpiar, luego me formaron como camarera. Ahora, mientras estudio psicología a distancia, esta cafetería es mi escuela de vida. Aquí, entre el aroma del café tostado, reviven recuerdos y confesiones.
Observar a la gente es mi pasión. Detecto estados de ánimo, evito malentendidos. Nuestros clientes son variados: adolescentes bulliciosos, parejas enamoradas, señoras elegantes con caballeros maduros, madres con niños inquietos.
Pero hubo una pareja que destacó desde el principio. Don Federico, un hombre alto y distinguido, y doña Tamara, quien, a pesar de los años, conservaba su encanto. Venían cada sábado, sin importar el clima. Nieve, lluvia o calor, pasaban por aquí tras su paseo. Era su ritual sagrado.
—¿Ves, terco corazón mío? Te dije que llovería —refunfuñaba él mientras ella, con el meñique levantado, saboreaba su café.
—No es para tanto. No soy de azúcar, no me derrito —replicaba ella, fingiendo enojo.
—¿Ya olvidaste el resfriado del otoño pasado? Un mes con fiebre por no escucharme. A nuestra edad, hay que ser prudente.
—No exageres, Federico. Pídeme otra magdalena, que están deliciosas.
Ella asentía como una reina; él la observaba con ternura, removiendo el azúcar en su taza. Después, ordenaba el dulce y disfrutaba viéndola comer, sus ojos azules cerrándose de placer.
—Me encanta verte disfrutar —decía él—. No entiendo cómo comes tanto y sigues igual. Yo, desde la operación, apenas tengo apetito.
Hace un año, don Federico falleció. Pero doña Tamara sigue viniendo. Pide dos lattes, pero solo bebe uno. El otro queda intacto frente a ella. Se sienta junto a la ventana, remueve el azúcar en silencio. A veces llora, secando las lágrimas con un pañuelo de batista.
Sé que en esos momentos no debo molestarla. Los recuerdos son suyos. Alguna vez me confesó su historia:
—Nos conocimos en la biblioteca. Él me ayudó cuando me caí de la escalera. Sus ojos… me atrapé en ellos. Nos casamos tres meses después. Nunca me arrepentí. Cuando enfermaba, me cuidaba como a una reina. Ahora… ahora me falta la mitad de mí.
La dueña intentó no cobrarle, pero ella siempre se negó:
—En la vida, todo se paga.
Hoy, tras pagar, doña Tamara salió apoyada en su bastón. La vi alejarse, encorvada pero digna. Quiero tener su fe. Decidí conocerla mejor, entender qué la mantiene a flote.
En la mesa quedaron dos tazas: una vacía, otra llena.
Mientras existan personas como ella, vale la pena vivir. Y amar. A pesar de todo. Amar.