Dos semanas. Un gato aparecía cada día frente a la ventana. Los empleados no daban crédito cuando descubrieron la razón.
Irene, una chica recién salida de la escuela de enfermería, entró corriendo en la sala de guardia. Sus ojos brillaban, las mejillas encendidas:
¡Teresa! ¡Está otra vez ahí! ¿Te lo imaginas?
¿Quién “está”? La supervisora, Teresa, se frotó el entrecejo, agotada. El turno de noche había sido duro, y ahora esto
¡El gato! Gris, con una oreja blanca ¡Lleva una hora ahí! ¡Y viene todos los días, ¿te lo crees?!
¿Qué quieres decir con “todos los días”?
Teresa, la jefa de reanimación, repasó los documentos antes de su ronda. La nueva paciente de la cuarta habitación seguía sin recuperar el conocimiento. Catorce días en coma tras un atropello en un paso de cebra. Algún imprudente se saltó el semáforo en rojo ¡Como si no tuvieran ya suficientes problemas con los pacientes programados!
Irene se sentó al borde de una silla:
Lleva dos semanas viniendo. Se planta frente a la ventana de la habitación de Ana Martínez. Se queda mirando, mirando Los auxiliares intentan echarlo, pero vuelve. Ya lo hemos bautizado como “el Vigilante”.
Teresa torció el gesto. ¡Como si les faltaran animales callejeros rondando el hospital! Estuvo a punto de regañar a la enfermera, pero el trabajo no daba tregua. Sin embargo, algo en la voz de Irene la hizo levantarse y acercarse a la ventana.
En el alféizar, efectivamente, había un gato. Gris, con una oreja blanca, tal como lo había descrito Irene. Flaco, pero claramente doméstico: el pelo, aunque enmarañado, mostraba señales de haber sido cuidado. Se sentaba de una forma extraña, erguido, como un centinela en su puesto. Y no apartaba la mirada de la ventana de la habitación donde yacía aquella paciente nueva.
Dios mío, qué tontería murmuró Teresa. Aquí hay una persona entre la vida y la muerte, y nos ponemos a hablar de gatos
Pero algo en esa situación no la dejaba tranquila. Quizás la tenacidad del animal, que seguía regresando pese a todo. ¡Qué lealtad! No todo ser humano era capaz de algo así.
¿Qué sabemos de esa paciente? preguntó de repente.
Irene se encogió de hombros:
Casi nada. Ana Martínez, cincuenta y dos años. Vive sola, su hija la visita a veces. La atropellaron en un paso de cebra, cerca de su casa
¿Qué casa?
Ese bloque de pisos gris señaló la enfermera hacia la ventana, justo detrás del aparcamiento del hospital.
Teresa miró de nuevo al gato. Este, como si hubiera sentido su mirada, giró la cabeza. A la supervisora se le erizó la piel ante la intensidad de aquellos ojos.
La respuesta llegó inesperadamente ese mismo día, cuando la hija de la paciente llevó los documentos para el historial médico. De la carpeta se deslizó una foto. En ella, Ana Martínez aparecía sentada en un sillón, con un gato gris de oreja blanca en brazos.
¿Esto es? La voz de Teresa tembló.
La hija de la paciente sollozó:
Es Minino, el gato de mamá. Desapareció hace dos años Se escapó por la puerta cuando los fontaneros la dejaron abierta. Mamá puso carteles por todo el barrio, lo buscó en cada callejón Se enjugó las lágrimas. Ni siquiera quiso mudarse. Decía: “¿Y si Minino vuelve? ¿Cómo me encontrará?”
A Teresa se le heló la sangre. El gato, al fin, había regresado pero demasiado tarde. Quizás estuvo cerca cuando atropellaron a su dueña, siguió a la ambulancia hasta el hospital, y allí, buscando entre ventanas, dio con la suya.
¿Dónde vive? preguntó Teresa.
Ahí, detrás del hospital. En ese bloque gris
En ese momento, la alarma de los monitores de Ana Martínez sonó estridente en el pasillo. Corrieron hacia la habitación: Teresa, Irene, la hija El electrocardiograma mostraba las primeras señales de despertar del coma. El gato, claro, quedó momentáneamente olvidado.
Cuando Ana abrió los ojos por primera vez, todo era luz, voces, pitidos. La hija, Laura, le apretó la mano entre lágrimas:
¿Mamá? ¿Me oyes?
Ana intentó asentir. Aún no podía hablar.
Tranquila dijo Teresa, no te fuerces. Lo estás haciendo muy bien.
Más tarde, Laura, con una sonrisa entre lágrimas, le susurró:
Mamá ¡Minino ha vuelto!
Ana se estremeció. Sus ojos reflejaron asombro, reconocimiento y alegría.
Él te encontró continuó Laura. Venía todos los días, se quedaba bajo tu ventana Los médicos lo vieron. ¡Y cuando les enseñé la foto, lo reconocieron al instante!
Lágrimas rodaron por el rostro de Ana.
Lo he llevado a casa dijo Laura. Al principio no quería irse, insistía en volver al hospital. Pero hemos llegado a un acuerdo: vendré contigo a visitarla en cuanto den el alta.
Cuando trasladaron a Ana a una habitación normal, Laura llegó con una bolsa de la que salía un bufido descontento.
¡Aquí no se permiten mascotas! protestó una auxiliar.
Pero Teresa solo movió la mano:
¡Déjalo pasar! Este gato se ha ganado estar aquí más que muchos.
Minino olfateó el aire y, en un salto, se plantó junto a la almohada de Ana. Ronroneaba tan fuerte que se escuchaba en el pasillo. Ella, entre risas y lágrimas, intentaba acariciarlo con su mano temblorosa.
Dios mío musitó Irene, secándose los ojos, esto parece una película.
Desde entonces, Laura visitaba a diario a su madre. Minino, sorprendentemente, parecía saber la hora exacta de las visitas. A las cuatro en punto, se ponía a maullar junto a la puerta, impaciente.
¿Cómo lo sabes? reía Laura. ¿Acaso lees la hora?
Él solo movía la cola, como diciendo: “Vamos, mamá nos espera”.
¿Saben? dijo Teresa una vez, observando la escena, en veinte años de medicina he visto de todo. Pero esto
Calló, buscando palabras. Luego añadió:
Quizás los humanos aún tengamos que aprender de esa clase de lealtad.
Y cuando Ana volvió a casa, Minino se acomodó junto a ella en la cama, como si aquellos dos años de ausencia nunca hubieran existido.
Desde entonces, Teresa ve el mundo de otra forma. Cuando alguien dice que los animales no saben amar o que los milagros no existen, ella solo sonríe. Porque sabe que los verdaderos milagros no nacen de varitas mágicas, sino del amor.
Y cada vez que pasa frente al bloque gris, mira hacia la ventana del tercer piso. Allí, sobre el alféizar, suele estar Minino, tumbado al sol, entrecerrando los ojos de felicidad.