Dos semanas un gato se acercaba a la ventana: los empleados no podían creerlo cuando descubrieron la razón

**Diario personal**

Hoy ha sido un día extraño en el hospital. Dos semanas llevaba aquel gato apareciendo en la ventana. Cuando descubrimos el motivo, nadie podía creerlo.

Entró corriendo a la enfermería Lucía, recién salida de la escuela de enfermería. Sus ojos brillaban, las mejillas encendidas:

¡Doña Carmen! ¡Está otra vez ahí! ¿Se lo imagina?

¿Quién «él»? La jefa de planta se frotó el entrecejo, agotada. El turno de noche había sido agotador, y ahora esto

¡El gato! Gris, con una oreja blanca ¡Lleva una hora ahí! Y viene todos los días, ¿se lo puede creer?

¿Todos los días?

Carmen, encargada de reanimación, repasó los documentos antes de la ronda. La nueva paciente de la habitación cuatro seguía inconsciente. Catorce días en coma tras ser atropellada en un paso de cebra. Alguno sin frenos, pasándose el semáforo en rojo ¡Como si no tuviéramos ya suficientes problemas con los pacientes programados!

Lucía se sentó al borde de la silla:

Lleva dos semanas viniendo. Se queda frente a la ventana de la habitación de Doña Elena. Se sienta y mira, mira Los celadores lo espantan, pero siempre vuelve. Ya le hemos puesto nombre: El Vigilante.

Carmen frunció el ceño. ¡Como si no bastara con el trabajo, ahora gatos callejeros! Iba a regañar a la enfermera, pero había demasiado por hacer. Sin embargo, algo en la voz de Lucía la hizo levantarse y acercarse a la ventana.

En el alféizar, efectivamente, había un gato. Gris, con una oreja blanca, tal como Lucía describió. Flaco, pero claramente doméstico: el pelaje, aunque enmarañado, delataba cuidados pasados. Se sentaba de manera peculiar, erguido como un centinela, sin apartar la mirada de la ventana donde yacía aquella paciente nueva.

Dios mío, qué tontería murmuró Carmen. Aquí hay alguien entre la vida y la muerte, y nos preocupamos por un gato

Pero algo en esa escena la inquietaba. Quizás la insistencia del animal, su terquedad en volver a pesar de todo. ¡Qué lealtad! Algo que ni siquiera muchos humanos poseían.

¿Qué sabemos de esa paciente? preguntó de pronto.

Lucía se encogió de hombros:

Casi nada. Elena Martínez, cincuenta y dos años. Vive sola, a veces la visita su hija. La atropellaron en el paso de cebra, justo frente a su casa

¿Qué casa?

Ese bloque de cinco pisos señaló la enfermera hacia la ventana. El gris, detrás de la valla del hospital.

Carmen volvió a mirar al gato. Este, como si la hubiera sentido, giró la cabeza. Un escalofrío le recorrió la espalda al cruzarse con aquella mirada penetrante.

La respuesta llegó inesperadamente ese mismo día. La hija de la paciente trajo los documentos para el historial médico. Entre los papeles, cayó una foto: Elena, sentada en su sillón, con un gato gris de oreja blanca en brazos.

Esto la voz de Carmen tembló. ¿Quién es?

La hija sollozó:

Es Bigotes, el gato de mamá. Desapareció hace dos años Se escapó cuando los fontaneros dejaron la puerta abierta. Mamá puso carteles por todo el barrio, revisó cada callejón Se secó las lágrimas. Hasta se negó a mudarse. Decía: «¿Y si Bigotes vuelve? ¿Cómo me encontrará?»

Carmen sintió otro escalofrío. El gato había regresado, pero demasiado tarde. Quizás estuvo cerca cuando atropellaron a su dueña y la llevaron en ambulancia. Siguió el vehículo hasta el hospital, buscó su ventana

¿Dónde vive ella? preguntó.

Ahí, detrás del hospital. En el bloque gris

En ese momento, la alarma de los monitores de Elena estalló en el pasillo. Corrieron todas: Carmen, Lucía, la hija El electrocardiograma mostraba las primeras señales de despertar del coma. Del gato, claro, todas se olvidaron.

Cuando Elena abrió los ojos, vio luces, sombras, caras desconocidas.

¡Mamá! llamó su hija Laura. ¿Me oyes?

Elena intentó asentir. Aún no podía hablar, la garganta le ardía por los tubos.

Despacio dijo Carmen con firmeza. No te apresures. Lo estás haciendo muy bien

Más tarde, Laura le tomó la mano entre lágrimas.

Mamá, tengo una sorpresa ¡Bigotes apareció!

Elena se estremeció, intentando articular palabras. En sus ojos había reconocimiento, sorpresa, felicidad.

Tranquila la contuvo Carmen. No debes agitarte.

Se te encontró solo susurró Laura. Vino todos los días, se quedaba bajo tu ventana Cuando les mostré la foto, ¡enseguida lo reconocieron!

Las lágrimas rodaron por el rostro de Elena.

Lo llevé a casa continuó Laura. Al principio no quería irse, insistía en volver al hospital. Pero llegamos a un acuerdo: te lo traeré cada día, cuando te den el alta.

Al ser trasladada a una habitación normal, Laura llegó con una bolsa de la que salían quejidos felinos.

¡No se permiten animales! protestó una auxiliar.

Pero Carmen levantó la mano:

¡Déjelo! Este gato se ha ganado estar aquí más que muchas personas.

Bigotes saltó al instante, olfateó el aire y se abalanzó hacia la cama.

¡Cuidado! gritó Carmen, pero era tarde.

El gato se acomodó junto a la almohada, frotando su cabeza contra Elena, ronroneando tan fuerte que se escuchaba en el pasillo. Y ella lloraba y reía a la vez, acariciándolo con mano temblorosa.

Dios mío murmuró Lucía, enjugando lágrimas, parece de película.

Desde entonces, Laura viene cada tarde. Y, para sorpresa de todos, Bigotes aprendió a reconocer la hora de las visitas. Puntual a las cuatro, maúlla impaciente junto a la puerta.

¿Cómo lo sabes? se pregunta Laura. ¿Acaso lees el reloj?

Él solo mueve la cola, como diciendo: «Vamos, mamá nos espera».

En veinte años de medicina confesó Carmen observándolos, he visto de todo. Pero esto

Calló, buscando palabras. Luego añadió:

Los humanos aún tenemos mucho que aprender sobre lealtad.

Ahora, cuando pasa frente al bloque gris, Carmen alza la vista hacia el tercer piso. Allí, en el alféizar, suele estar Bigotes, dorándose al sol, feliz.

Y cada vez que alguien dice que los animales no aman o que los milagros no existen, Carmen sonríe. Porque ella sabe que los verdaderos milagros no vienen de varitas mágicas, sino del amor.

Rate article
MagistrUm
Dos semanas un gato se acercaba a la ventana: los empleados no podían creerlo cuando descubrieron la razón