“Dos semanas para hacer las maletas y buscar otra casa donde vivir”. Hijas ofendidas

Diario de Sara, 12 de junio

Hoy he sentido la necesidad de poner por escrito todo esto que me lleva rondando la cabeza tanto tiempo. A veces una se pregunta cómo ha llegado hasta aquí, y si la vida que soñaba alguna vez se parece en algo a la que realmente tiene.

Me quedé viuda joven, y desde entonces he criado sola a mis dos hijas, Blanca y Rocío. Lo he hecho con toda la dignidad que he podido, sin quejarme jamás delante de nadie. Les di todo lo que tenía y algo más: he trabajado durante años en la tienda y también limpiando casas, a veces hasta de noche, para poder permitirles una buena educación. Esa era mi única meta.

Primero fue Blanca la que vino a casa con su novio, Sergio, anunciando emocionada que se iban a casar. El chico, eso sí, no tenía donde caerse muerto. Pronto tuvieron una niña, mi querida nieta Lucía, y tuve que cederles mi dormitorio para que tuvieran algo de intimidad. Yo pasé entonces a compartir la habitación con Rocío.

Al principio pensé que sería solo temporal: que pronto trabajarían, ahorrarían y acabarían teniendo su propia casa, como hicimos todos antes o después. Pero los meses pasaron y ni Blanca ni Sergio mostraban intención de irse. ¿Para qué, si siempre había comida en la nevera y techo gratis? Yo seguía pagándolo casi todo.

Y si fuera poco, la convivencia se fue enrareciendo poco a poco. Rocío se quejaba de tener que limpiar el baño después de Sergio, decía que no le correspondía. Blanca alegaba que no podía ayudar porque tenía a la niña pegada a ella todo el día. Sergio, por su parte, opinaba que tirar la basura o fregar los platos era indigno de un hombre y se pasaba las horas trasteando delante del ordenador. Aquella casa, mi refugio, se convirtió en un campo minado de silencios y reproches. Llegó un punto en el que no quería ni regresar después del trabajo.

Un día, hartándome de callar, le propuse a Blanca que se buscaran un piso de alquiler, aunque fuera pequeñito. Me contestó encogida de hombros, que estaban ahorrando para la entrada del piso, que ni con toda la ayuda del mundo iban a poder pagarlo. Y siguieron como si nada.

Hasta que una tarde Rocío apareció con su novio de Salamanca. Que si podía quedarse con nosotras porque estaba buscando trabajo aquí. Me preguntó si podía dormir en mi cocina, porque las habitaciones ya estaban todas llenas. Y como si fuera lo más normal del mundo, sugirió que, si yo me mudaba a la cocina, ella y su chico tuviesen un cuarto solo para ellos.

En aquel momento, sentí que había tocado fondo. Nadie parecía tener en cuenta mi opinión ni mi esfuerzo. Me imaginaba ya un día con las maletas en la puerta de una residencia de mayores, firmando un papel casi sin darme cuenta.

Ahí fue cuando planté cara: Tenéis dos semanas para buscaros la vida. Cada uno con su pareja, a otra parte. Yo me quedo aquí. Cada una debe volar por sí misma. Las niñas se ofendieron muchísimo, diciendo que me iba a quedar sola, que no querrían que viera a mis nietos y que me arrepentiría en mi vejez.

No me eché atrás. Quizá sí me quede sola, pero ahora mismo yo también tengo derecho a vivir tranquila, a darme una oportunidad. Han tenido todo preparado y mimado durante años. Ya es hora de que aprendan a estar solas, a responsabilizarse.

En unas semanas cumplo cincuenta años. No sé si vendrán a felicitarme o mantendrán su enfado. A veces me pregunto si he actuado bien, si una madre debe, a estas alturas, poner el límite. Si fuera otra persona, quizá actuaría distinto, ¿pero es justo seguir sacrificándome cuando ya no me queda más por dar? No lo sé. Ojalá los años traigan respuestas y, quien sabe, tal vez algún día lo comprendan.

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