Dos noches y un día

**Dos noches y un día**

Laura no podía dejar de mirar el reloj. El tiempo pasaba a paso de tortuga, lento y pesado. Todavía le quedaba una hora para terminar su jornada laboral.

— ¿Qué pasa que no paras de mirar el reloj? ¿Tienes prisa? —preguntó la jefa de contabilidad, Marta.

— No, pero…

— ¿Es por un hombre? A tu edad, solo un hombre hace que una mujer quiera que el tiempo vuele. A la mía, lo que queremos es detenerlo. —Marta suspiró—. Bueno, vete. Total, no estás haciendo nada productivo.

— ¡Gracias! —Laura cerró rápidamente el programa en su ordenador.

— ¿Le quieres? —preguntó Marta con curiosidad, aunque con un dejo de tristeza.

— Sí, le quiero. —Laura la miró directamente.

Su mesa estaba colocada en diagonal a la de Laura, y Marta la veía perfectamente. La oficina era tan pequeña que no había otra forma de distribuir el mobiliario. Laura se sentía como en un examen, bajo la mirada constante de su jefa.

— ¿Y por qué no te casas con él? ¿No te lo ha pedido? —Marta se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz—. Ya. Está casado. ¿Y tiene niños? Clásico. Primero te oculta la verdad, y cuando te la cuenta, ya es tarde, porque estás enamorada y no puedes dejarlo. Te promete que se divorciará cuando los niños sean mayores. ¿A que sí?

— ¿Cómo lo sabe? —Laura la miró con los ojos muy abiertos.

— Yo también fui joven. ¿Crees que eres la única que ha picado en ese anzuelo? Niña, si un hombre no deja a su familia al principio, no lo hará nunca. Acéptalo. Déjalo tú.

— Pero… le quiero.

— Cuando te canses de esperar o, Dios no lo quiera, su mujer se entere, será peor y más doloroso. Así al menos conservas tu dignidad. Créeme. Además, no vale la pena cargar con ese karma. —Marta se puso las gafas, volviendo a su seriedad habitual—. Piensa en ello. Y el lunes, no llegues tarde.

— “Le quiero”… —murmuró Marta, moviendo la cabeza con resignación cuando Laura cerró la puerta de la oficina.

Laura bajó las escaleras corriendo, se despidió del guardia de seguridad y salió al exterior, donde la bañaba el sol alegre de mayo. En seguida vio el coche de Carlos y se dirigió hacia él.

— Por fin. Creía que no saldrías nunca. Llevo aquí plantado como un poste, a la vista de todos —dijo Carlos, refunfuñando, mientras ella se sentaba a su lado.

Acto seguido, arrancó el motor, se alejó del edificio de oficinas y se incorporó al tráfico.

— ¿Adónde vamos? No entendí nada de tu llamada —preguntó Laura.

— Sorpresa. —Carlos le lanzó una mirada llena de promesas.
Bastó esa breve mirada para que el corazón de Laura latiera con fuerza y un calor dulce le recorriera el vientre.

El coche abandonó la ciudad y se adentró en la carretera. Luego, giró por un camino rural, serpenteando entre árboles espesos.

Laura miraba la cinta de asfalto y soñaba con no llegar nunca, con viajar así, solo los dos, hasta el fin del mundo. Al rato, aparecieron las casas de una urbanización.

— Hemos llegado —dijo Carlos con entusiasmo.

— ¿Tienes una casa aquí?

— No, es de un amigo. Su mujer está embarazada y no vendrá en un tiempo. Así que tenemos todo el fin de semana para nosotros.

— ¿Y tu mujer? ¿Te ha dejado marchar así sin más todo el fin de semana? —Laura lo miró con desconfianza.

Carlos detuvo el coche frente a una valla de madera.

— Tenemos por delante dos noches y un día entero. —Se inclinó hacia Laura para besarla.

*Dos noches y un día…*, pensó ella, sin alegría. *Y después, todo volverá a ser como antes…*

Carlos se separó de sus labios, salió del coche y comenzó a sacar bolsas del maletero. Laura también salió, respirando el aire puro. Olía a hierba, a hojas y a algo cómodamente familiar, como la casa de su abuela…

*¡Dos noches y un día! ¡Tanto tiempo! ¡Los dos solos!*, pensó Laura, llena de felicidad, casi sin creérselo.

— ¿Te gusta? —Carlos estaba ya a su lado, sonriendo, disfrutando de la sorpresa—. Coge esto y vente —le tendió una bolsa y se dirigió hacia la puerta con una mochila al hombro.

— ¿Has venido antes? —preguntó Laura, esperando a que abriera.

— Claro. Somos amigos.

— ¿Viniste aquí con tu mujer o…?

— Laura, no empieces. No fastidies el momento. —Carlos abrió la puerta y la dejó pasar.

Entraron en una casita sencilla.

— Siéntete como en casa. Voy a dejar las cosas en la cocina y encenderé la nevera. Las necesidades… bueno, están fuera.

En la casa había un silencio denso, casi palpable, que hacía que la voz de Carlos sonara apagada. *¿Para qué pensar en lo que no se puede cambiar? Hay que disfrutar el momento mientras dure*, pensó Laura, mirando alrededor. En un jarrón sobre la cómoda, frente al espejo, había flores secas. Las cortinas de las ventanas eran sencillas, con un estampado tradicional. La mesa estaba cubierta con un plástico a cuadros verdes. Una pequeña estufa dividía la casa en la habitación y el rinconcito de la cocina. En la pared, sobre la cama, colgaba una alfombra de felpa…

Era humilde, acogedor, sin lujos, pero tan familiar que parecía que Laura ya hubiera estado allí antes, como si fuera la casa de su abuela.

— Me gustaría quedarme aquí para siempre —dijo Laura esa noche, recostada sobre el hombro de Carlos—. Contigo. Sin nadie más entre nosotros.

— Ajá —respondió él, medio dormido.

Laura fue la primera en despertar. Permaneció quieta, escuchando el silencio, sin querer molestar a Carlos. *Le falta un geranio en la ventana*, pensó. *Y un mantel blanco, de croché, con flecos.*

El silencio de la mañana se rompió con el timbre apagado de un móvil. Carlos se removió, abrió los ojos y buscó sus vaqueros, colgados en la silla. Sacó el teléfono del bolsillo.

— Sí —contestó con voz ronca de sueño—. No… ¿Qué ruido?… He entrado en casa a beber agua… Vale, luego te llamo. Me esperan. —Dejó el teléfono en la silla y se recostó.

Laura pensó, resentida, que Marta tenía razón: después de esta noche, todo volvería a ser igual, encuentros furtivos, a escondidas…

El teléfono sonó de nuevo. Carlos no se apresuraba a contestar.

— Cógelo —dijo Laura.

Él se dio la vuelta, la abrazó y comenzó a besarla. El teléfono calló, pero al rato volvió a sonar.

— Contesta. —Laura se liberó de sus brazos y se sentó en la cama.

Carlos suspiró, cogió el teléfono. Laura no quiso escuchar. Se puso su camisa y salió al porche. El sol todavía no había ascendido entre los árboles. Los pájaros cantaban, y en la distancia, un pájaro carpintero repiqueteaba. Laura intentó grabar en su memoria los sonidos y olores de aquella mañana. Tal vez nunca se repetirían.

— ¿Ahí estás? —Carlos aparecióLaura sintió que algo dentro de ella se rompía para siempre, pero también que, por primera vez en mucho tiempo, respiraba tranquila, sabiendo que esa decisión, aunque dolorosa, era el principio de algo mejor.

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