Dos noches y un día

Dos noches y un día

Clara no dejaba de mirar el reloj. El tiempo avanzaba a paso de tortuga, lento y pesado. Aún quedaba una hora para terminar la jornada laboral.

—¿Por qué miras el reloj sin parar? ¿Tienes prisa? —preguntó la jefa de contabilidad, Mariana Fernández.

—No, pero…

—¿Un hombre? A tu edad solo por un hombre se acelera el tiempo. A la mía, las mujeres soñamos con detenerlo. —Mariana suspiró—. Bueno, vete. Total, hoy no rindes para nada.

—¡Gracias! —Clara cerró apresuradamente el programa en el ordenador.

—¿Le quieres? —preguntó Mariana con curiosidad melancólica.

—Sí —respondió Clara, mirándola directamente.

Su escritorio estaba en diagonal al de Clara, y Mariana la veía perfectamente. Las dimensiones de la oficina no permitían otra distribución. Clara se sentía como en un examen bajo la atenta mirada de su jefa.

—¿Y por qué no te casas? ¿No te lo pide? —Mariana se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz—. Ya. Está casado. ¿Y tiene hijos? Clásico. Primero oculta la verdad, y cuando la cuenta, ya es tarde porque estás enamorada. Te promete divorciarse cuando los niños sean mayores. ¿A que sí?

—¿Cómo lo sabe? —Clara la miró asombrada.

—Yo también fui joven. ¿Crees que eres la única que ha picado en ese anzuelo? Niña, si un hombre no abandona a su familia de inmediato, nunca lo hará. Acéptalo y aléjate.

—Pero… le quiero.

—Cuando te canses o, Dios no lo permita, su mujer se entere, será peor. Así al menos guardas tu dignidad. Créeme. Y no dañes tu karma —dijo Mariana, poniéndose las gafas, recuperando su seriedad.

—Piénsalo. Y el lunes no llegues tarde —añadió sin levantar la vista de los papeles.

—Le quiere… —susurró Mariana, sacudiendo la cabeza cuando Clara cerró la puerta.

Clara bajó corriendo las escaleras, se despidió del vigilante y salió al sol radiante de mayo. Vio el coche de Hugo y se dirigió hacia él.

—Por fin. Pensé que no saldrías nunca. Llevo aquí plantado como un chopo en medio de la plaza —refunfuñó Hugo cuando Clara se sentó a su lado.

Arrancó el motor, se alejó de la oficina y se incorporó al tráfico.

—¿Adónde vamos? No entendí nada en tu llamada —preguntó Clara.

—Es una sorpresa —dijo Hugo, lanzándole una mirada prometedora.

Bastó esa mirada para que el corazón de Clara latiera con fuerza y un cálido cosquilleo le recorriera el vientre.

El coche salió de la ciudad y tomó la carretera. Luego giró hacia un camino rural serpenteante entre árboles frondosos.

Clara observaba el asfalto y soñaba con no llegar nunca, con viajar eternamente, solo los dos. Al rato, aparecieron las casas de un pueblo residencial.

—Hemos llegado —anunció Hugo, animado.

—¿Tienes una casa aquí?

—No. Es de un amigo. Su mujer está embarazada y no vendrán en semanas. Así que está toda nuestra.

—¿Y tu mujer? ¿Te ha dejado libre todo el fin de semana? —Clara lo miró con desconfianza.

Hugo detuvo el coche frente a una verja de madera.

—Tenemos dos noches y un día entero —susurró, inclinándose para besarla.

*”Solo dos noches y un día —pensó ella con amargura—. Después, todo volverá a ser igual…”*

Hugo se separó de sus labios, salió del coche y empezó a sacar bolsas del maletero. Clara también salió, respirando el aire puro. Olía a hierba, a hojas y a algo reconfortante, como el pueblo de su abuela.

*”¡Dos noches y un día! ¡Qué largo! ¡Y juntos!”*, pensó, incrédula ante su propia felicidad.

—¿Te gusta? —Hugo sonreía, disfrutando su reacción—. Toma esto y entremos —le entregó una bolsa y abrió la verja.

—¿Has estado aquí antes? —preguntó Clara mientras esperaba.

—Claro. Somos amigos.

—¿Viniste con tu mujer o…?

—Clara, no empieces. No arruines esto —abrió la puerta y la dejó pasar.

La casa era pequeña y acogedora, con cortinas sencillas, una mesa cubierta con un plástico a cuadros y una estufa que dividía la estancia.

—Me quedaría aquí para siempre —susurró Clara esa noche, recostada sobre Hugo—. Contigo. Sin nadie más entre nosotros.

—Mmm —respondió él, medio dormido.

Clara despertó primero y permaneció quieta, escuchando el silencio. *”Faltan geranios en la ventana —pensó—. Y un mantel blanco, de crochet, con flecos”*.

El sonido del móvil rompió la calma. Hugo se incorporó, buscó el teléEl lunes, mientras trabajaba, Clara sonrió al pensar que quizás, después de todo, la vida le estaba dando una segunda oportunidad, y esta vez no la dejaría escapar.

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