Dos melodías de una amistad
María y Begoña se conocían desde la infancia. Compartían el mismo barrio de la ciudad de Toledo y asistían al mismo jardín de infancia. Su vínculo era tan inseparable como la banca de la plaza o el viejo manzano que marcaba el límite del patio. Juntas se refugiaban bajo sus ramas cuando llovía, se intercambiaban caramelos que Begoña guardaba siempre en el bolsillo y, al sonar la hora del silencio, se quedaban en las cunas contiguas, enredando sus cabellos claros y oscuros en un nudo desordenado.
Sus casas eran distintas como dos instrumentos musicales, pero en la orquesta de la niñez sus notas coincidían de forma inesperada.
La familia de María era ordenada. Su padre, Antonio Martínez, ingeniero en la fábrica de la zona, y su madre, Carmen Fernández, profesora de piano en el conservatorio, vivían en un piso donde siempre se percibía el aroma a pastel de leche y el brillo del parquet recién encerado. Todo estaba en su sitio: los libros alineados, la comida servida a la misma hora, los planes de fin de semana discutidos sobre la mesa de mantel encorsetado.
Carmen soñaba con que María fuera pianista y, a los seis años, la sentó frente a un gran piano negro lustroso. La niña ejecutaba escalas mientras miraba por la ventana, escuchando el bullicio despreocupado de los niños del patio.
La familia de Begoña era caos creativo. Su madre, Inés, diseñadora de vestuario para el teatro municipal, vivía rodeada de trastos escénicos: un caballero de cartón en una esquina, un vestido de baile de siglo pasado colgado del respaldo de una silla, y en la mesa de la cocina, entre retazos y agujas, el olor a patatas fritas mezclado con el pegamento del taller. El padre de Begoña había fallecido; Inés llenaba ese vacío con amor, trabajo y una ligera desorganización artística. No había horarios estrictos, pero siempre había algo interesante que descubrir.
Fue en el apartamento de Begoña donde María sintió por primera vez el sabor de una vida ligeramente trastornada. La niña de vestido planchado probó crinolinas y tocados, se manchó las manos de pintura y pegamento, y escuchó, con té y mermelada, las historias de Inés sobre intrigas entre bastidores. Para María, la casa de Begoña era una puerta a un mundo brillante y libre.
Para Begoña, la casa de María era un refugio de estabilidad y calidez. Le encantaba visitar cuando Carmen lo permitía, sentarse a la mesa perfecta, saborear los deliciosos requesones y sentir la seguridad de un universo predecible. Antonio a veces le mostraba trucos con monedas, y su quieta energía masculina le resultaba reconfortante. Cuando María se sentaba al piano, Begoña se quedaba en un rincón, hipnotizada; la música de su amiga era magia, no rutina.
Las madres se miraban con una cortesía tensa. Carmen asentía en silencio al observar el desorden creativo de Inés cuando la visitaba, mientras se alegraba de que María creciera bajo disciplina. Inés, por su parte, encontraba la vida de la familia de María un poco monótona, pero agradecía que su hija siempre estuviera bien alimentada y cuidada en aquel entorno pulcro.
Resultó sorprendente que esos dos mundos no chocaran, sino que se complementaran como yin y yang. Cuando a Begoña, en quinto de primaria, le surgió el primer drama por un chico, lloró no sobre el hombro de su madre, sino en la cama perfectamente tendida de María; Carmen, rompiendo sus propias normas, les llevó una bandeja de cacao con nubes de azúcar. Y cuando María recibió su primera cuatro en matemáticas y temía volver a casa, Inés la encontró en el portal con un manojo de telas, la llevó a su cocina, le dio una tortilla de patata y le dijo que una nota no definía su destino.
Su amistad, tejida entre cabellos claros y oscuros, resultó más fuerte de lo que parecía. No sólo se sustentó en secretos y risas, sino también en el perfume a vainilla de un piso y el olor a pegamento del taller del otro. De dos amores maternos, tan distintos y a la vez tan intensos, surgieron puentes que superaron los abismos de la cotidianidad, creando para las dos chicas un mundo compartido, rico y multicolor.
Los años, como hojas arrancadas de un calendario, fueron colocando cada cosa en su sitio. Tras la escuela sus caminos se separaron, aunque nunca se rompieron, sino que se estiraron como una goma elástica, lista para volver a juntarse.
El punto de inflexión llegó en el bachillerato. Carmen buscaba vestidos de gala para los conciertos del conservatorio, pero María, siempre obediente, se plantó de golpe.
No quiero entrar al conservatorio dijo una tarde, mirando más allá del piano.
El silencio se volvió denso.
¿Por qué? ¡Tienes talento! replicó Carmen, la voz temblorosa.
María apretó los dedos.
No quiero vivir sólo entre escalas y sonatas ajenas. Quiero entender cómo funciona el mundo real, cómo se mueven el dinero y las empresas. Eso también es música, mamá, solo que otra.
Carmen sintió una traición que golpeó tanto sus sueños como al propio arte. Fue entonces cuando Begoña, sentada en la cocina con Antonio, encontró las palabras adecuadas.
Doña Carmen dijo en voz baja, su María no huye de la música, solo busca su propio instrumento.
María se matriculó en Economía en la capital, Madrid. Su mente matemática, forjada con años de disciplina musical, halló su lugar entre fórmulas complejas y modelos financieros. Se sumergió en estudios, pasantías en una multinacional, deadlines implacables. Su armario se llenó de trajes caros y perfectamente cortados. Alcanzó lo que siempre había anhelado: carrera, independencia económica, estatus.
Pero al volver a su elegante apartamentoestudio, una sensación de vacío la acompañaba. Sí, era su vida, elegida por ella, le gustaba, veía resultados, pero algo faltaba.
Begoña, por su parte, quedó en su ciudad natal, Sevilla. Ingresó en la Escuela de Artes y, al terminar, abrió un pequeño taller. Allí creaba ropa exclusiva, colores vivos, y devolvía vida a piezas vintage. Inés la apoyaba incondicionalmente; su experiencia de vestuarista transformaba cada proyecto en una miniobra de arte. El taller se convirtió en punto de encuentro para artistas, actores del teatro de su madre, músicos; todos hallaban allí algo propio. Las discusiones nocturnas sobre el corte de los años veinte o el encaje de una blusa eran el pan de cada día, y Begoña sentía la suerte de contar con una madre tan entregada.
El contacto entre ambas se redujo a mensajes esporádicos y likes en fotos. María veía imágenes de Begoña: trabajando, un vestido vintage sobre un maniquí, su gato durmiendo entre retazos. Ese mundo sencillo, en medio de sus viajes corporativos y teambuildings, le parecía un paraíso perdido.
Begoña seguía el vertiginoso ascenso de su amiga con orgullo y una ligera nostalgia. Mi María conquista el mundo, pensaba al ver una foto de ella entre rascacielos financieros. En su taller, perfumado de cuero y pintura, el aire se hacía un poco más quieto.
Sus vidas seguían su rumbo, pero la amistad, que parecía haber quedado atrás, volvió a latir inesperadamente.
Una tarde, mientras desempacaba tras una mudanza, María halló en el fondo de una maleta una foto antigua. Eran ellas, con siete años, bajo el mismo manzano, abrazadas. Al contemplar esas caras felices, una oleada de pérdida la golpeó; sintió que había perdido a la amiga que supo alegrarse sin motivos.
Esa misma noche escribió a Begoña un largo mensaje, no sobre logros, sino sobre la soledad que a veces le pesaba entre millones de gente, sobre el cansancio de los números y la envidia que le provocaba la sencillez que ella veía en cada foto del taller.
Quince minutos después llegó la respuesta: «Maruja, tonta de la vida escribió Begoña, pensaba que ya no tenías tiempo para nuestro caos creativo. Te echo de menos cada día».
Así renació su comunicación. No hablaban todos los días; sus ritmos eran diferentes, pero las videollamadas se convirtieron en rituales de purificación. María, tirada en su sofá de cuero italiano, escuchaba durante horas cómo Begoña e Inés debatían el tono de una perla para un tocado teatral. Y Begoña, al oír los complejos problemas de la empresa de María, le ofrecía consejos de sentido común e intuición que resultaban, sorprendentemente, brillantes.
Sin embargo, María sintió que esas charlas ya no bastaban. Deseaba respirar el aire de su ciudad natal y abrazar a su amiga de verdad.
Una lluvia primaveral la empujó a decidir. Su director le concedió una semana de vacaciones, la primera en tres años. Te estás quemando, le dijo suavemente, y María no tuvo réplica. En vez de volar a la playa como sugerían los colegas, compró billete de tren a Sevilla.
No avisó a sus padres ni a Begoña. Algo cálido y apretado la impulsó a hacer la sorpresa.
El reencuentro con sus padres fue emotivo. Carmen, olvidándose de la rigidez, lloró abrazándola, mientras Antonio le estrechó la mano en silencio. El apartamento siguió impregnado de vainilla, y por primera vez en mucho tiempo el peso en el pecho de María empezó a disiparse.
Al anochecer, marcó a Begoña.
Hola, soy María. Estoy en la ciudad.
Hubo un segundo de silencio que se volvió un grito de alegría.
¿Dónde estás? ¡Quédate, no te vayas! ¡Voy corriendo!
Veinte minutos después, Begoña aparecía sin aliento en la puerta. Se miraron un instante, luego se fundieron en un abrazo como dos niñas de siete años, riendo y llorando al mismo tiempo.
¿Maruja, eres tú? exclamó Begoña, secándose las lágrimas con la manga. Vaya, qué pájaro importante has vuelto a aterrizar.
Y tú sigues igual de la misma respondió María entre carcajadas.
Se sentaron en la cocina de los padres de María; el tiempo retrocedió. En vez de cacao con nubes, ahora brillaba vino espumoso, y la conversación giraba alrededor de sus vidas adultas. Pero la comprensión y la ligereza seguían siendo las mismas.
Al día siguiente fueron a un café. El tiempo se escapó entre risas y recuerdos. En la mesa contigua estaba un chico leyendo, pero su mirada volvía al loro de su propia mesa cada vez que surgía una carcajada. Cuando Begoña se levantó para limpiar el vino derramado, él se acercó a María.
Disculpe la indiscreción dijo con timidez, pero no podía dejar de notar que ustedes brillan cuando hablan. Hoy rara vez se ve una conversación auténtica.
María, que normalmente se mostraba reservada con desconocidos, respondió:
Hace años que no nos vemos. Estamos recuperando el tiempo perdido.
En ese momento volvió Begoña, evaluó la escena y se sentó, observando al joven.
Él es Máximo presentó María. Está fascinado con nuestra amistad.
Y con razón afirmó Begoña sin pudor. Siéntanse libres, ya que acabamos de empezar. Aviso, nuestras charlas pueden parecer extrañas; acabamos de pasar de la moda avantgarde a los pormenores del derecho corporativo.
Máximo resultó ser un bloguero local, escritor de crónicas sobre gente sencilla pero interesante. La historia de dos amigas, cuyas rutas se habían separado para reencontrarse, le conmovió tanto que pidió permiso para escribir sobre ellas y les dio su número.
En un mundo donde todos se comunican a través de pantallas, vuestra historia es como una bocanada de aire fresco. Hoy en día eso es una rareza dijo al despedirse.
Begoña alzó una ceja:
¿Te gustó, Maruja? Vi que le estabas mirando.
No es eso desvió María, aunque una leve sonrisa delató su interior. Simplemente la noche de hoy demuestra que cuando das un paso hacia tu pasado, el futuro te lanza sorpresas agradables.
Salieron del café; el aire estaba limpio y las farolas se reflejaban en los charcos. Caminaban de la mano por la acera mojada, sin necesidad de hablar, porque lo esencial ya se había dicho. En ese silencio se escuchaba la promesa de que nunca más volverían a separarse.
A la mañana siguiente, Máximo llamó a María y propuso encontrarse.
No solo por el artículo dijo, ayer hablé con el dueño de una cadena de boutiques. Busca socios para colaboraciones: negocio moderno más artesanía con historia. Le mostré fotos del trabajo de tu amiga quiere reunirse con vos y con Begoña.
María, mirando por la ventana al patio familiar, se quedó muda. Hace tres días su mundo estaba confinado a los muros de una oficina; ahora el destino le ofrecía lo que había temido soñar: no sólo recuperar la amistad, sino entrelazar sus vidas de verdad, crear algo nuevo. Lo que siempre había vivido en ella el amor por la armonía y la lógica podía fusionarse con lo que siempre había admirado en Begoña: la capacidad de insuflar vida a lo cotidiano.
Está bien finalizó, con voz firme. Pero que sea en el taller de Begoña. Creo que es el escenario correcto.
Colgó el auricular y comprendió: no era sólo una oportunidad de negocio, era la ocasión para reescribir su propia historia, y esta vez, una historia completamente distinta.







