Dos huérfanas y un hogar feliz: cómo el destino lo puso todo en su lugar
Nina y Tania viajaban en un autobús que las llevaba a un tranquilo pueblecito. Bajaron en su parada, caminaron un poco por el empedrado y llegaron a la dirección buscada. En el patio se escuchaban risas y bullicio, se preparaban mesas con manteles blancos—parecía que alguien celebraba un cumpleaños. Las jóvenes se detuvieron frente a la verja, y casi al instante, un hombre salió a su encuentro.
—¿Vienen por nosotras, chicas? —preguntó con una sonrisa afable—. ¿A quién buscan, preciosas?
—Necesitamos hablar con Miguel Herrera —respondió Tania.
—Pues ese soy yo —dijo él, arqueando las cejas con sorpresa—. ¿Vienen del ayuntamiento? ¿O de dónde?
—No —contestó Tania, mirando a Nina—. Esta es mi amiga Nina. Nina, enséñale la foto.
Nina sacó una fotografía cuidadosamente guardada y se la tendió. Miguel la observó largo rato, luego alzó la vista hacia ella. Su expresión cambió de golpe.
—Es tu hija —murmuró Tania.
Miguel se quedó inmóvil.
—¿Mi hija?
Esta historia había comenzado mucho antes. Dos niñas completamente distintas, Nina y Tania, se conocieron en un orfanato. Llegaron el mismo día y desde el principio se hicieron inseparables. Ambas eran huérfanas por culpa de decisiones ajenas y del azar.
Tania perdió a su madre, una mujer que, aunque no pasaba necesidades, prefería una vida de fiestas y amantes efímeros. De su padre solo sabía que enviaba dinero, pero nunca lo conoció. Los parientes se negaron a hacerse cargo de ella, y tras la muerte de su madre, solo le quedó un piso destartalado y el camino al internado.
Nina había vivido con su abuela. Su madre murió al dar a luz, y de su padre… la abuela sabía, pero jamás lo buscó. Él formó otra familia, sin sospechar que tenía una hija en algún lugar. Cuando la abuela falleció, Nina también terminó en el orfanato.
Allí las pusieron en habitaciones vecinas. Desde el principio se entendieron, aunque nunca encajaron con los demás niños. A menudo se defendían mutuamente y discutían con los otros. Eso las unió aún más.
Al salir del internado, alquilaron un piso juntas y empezaron a estudiar. Fue entonces cuando surgió la idea: buscar a sus padres.
El padre de Tania fue fácil de encontrar—sus datos estaban en los archivos. Para Nina fue más difícil. Pero gracias a viejas fotos y notas al dorso, descubrió un nombre y un apellido. Luego, con internet y preguntas diestramente hechas, dieron con una dirección. Y así emprendieron el viaje hacia su destino.
El primero fue el padre de Tania. Una casa grande, protegida por una verja alta. Llamaron, pero la respuesta fue fría:
—No está. Largo de aquí.
En su trabajo tampoco tuvieron suerte. Solo horas después apareció él, pero la conversación fue breve y cruel.
—No te necesito. Yo pagué. Tengo una familia, tú fuiste un error. No te metas en mi vida.
Tras esas palabras, Tania lo mandó al infierno y rompió a llorar.
—Bueno, ahora te toca a ti —dijo, secándose las lágrimas—. Vamos a buscar a tu padre.
El domicilio de Miguel lo encontraron pronto. En el patio preparaban una celebración. Él estaba de buen humor hasta que vio la foto y escuchó las palabras: “Es su hija”. Su rostro se ensombreció, luego se llenó de desconcierto.
—Tú… no te pareces mucho a tu madre. Pero… algo hay. ¡Miguelillo! ¡Llama a la abuela!
—¿Quién es? —preguntó un adolescente desde la puerta.
—¡Corre, tráela!
Apareció una mujer mayor, pero llena de vitalidad.
—¿Qué pasa ahora, Miguel?
—Mamá, no te asustes… Es… mi hija. Tu nieta.
—¡Dios mío! ¿De verdad? ¡Qué alegría! Chicas, pasad, ¿qué hacéis en la calle? ¡Hoy cumplo setenta años!
Las recibieron con los brazos abiertos. La abuela sacó fotos antiguas y no hubo duda: el parecido, la mirada, incluso un lunar, todo coincidía.
—Deberíamos hacer una prueba —susurró Nina.
—Si quieres, la haremos. Pero yo sé que eres de los nuestros. Y Tania también. Una nieta está bien, pero dos son mejor. ¡Seréis parte de esta familia!
Tania volvió a llorar.
—Nada de lágrimas —dijo la abuela—. Hoy es fiesta. La mujer de Miguel murió hace cinco años, en esta casa solo estábamos yo y él. Pero ahora estáis vosotras. Vamos a comer, y después nos lo contaréis todo. También conoceréis a los hermanos de Miguel, tiene cuatro. El menor es Juan.
La celebración fue maravillosa. Entre risas, abrazos y recuerdos, Miguel no dejaba de repetir:
—¿Cómo pude no saberlo?
—Así tenía que ser —decía la abuela—. Pero mira cómo mira Nicolás a Tania. Creo que pronto habrá otra boda.
Y así fue. Un año después, Nicolás y Tania se casaron. Nina se quedó con ellos, como una hermana. Miguel se convirtió en un verdadero padre para ambas. Y la abuela… siempre decía: “Encontré dos nietas de golpe. ¡Eso es el destino!”.
A veces, la vida lo pone todo en su lugar. Aunque sea a través del dolor.