Dos hermanos: el destino pone todo en su lugar.

Dos hermanos, o cómo la vida puso todo en su lugar

Cuando Andrés era pequeño, nunca se preguntó por qué no tenía padre. El amor de su madre era suficiente. Pero en la secundaria, los chicos empezaron a competir: quién tenía el padre con el coche más espectacular, quién tenía el móvil más caro. Andrés callaba. ¿De qué podía presumir? Ni él ni su madre tenían coche, y su teléfono era el más sencillo. Su madre trabajaba como médica en un ambulatorio, y no tenía conocidos importantes, solo ancianos que la saludaban en la calle.

Un día, al salir del colegio, Andrés le preguntó por su padre.

—¿No lo recuerdas? Cuando tenías tres años, apareció otra mujer. No pude perdonar su infidelidad. Nos divorciamos y se fue con ella. Al principio venía, te traía regalos, nada caro, claro. Luego nació su otro hijo… —su madre suspiró.

Sus ojos se entristecieron, y Andrés decidió no preguntar más. ¿Para qué? Si su padre no lo quería, él tampoco lo necesitaba. Al menos tenía a la mejor madre del mundo, joven y guapa. Todo el mundo la conocía, la saludaban en la calle. De ella sí podía sentirse orgulloso.

Hasta que un día, su madre conoció a un hombre. Empezó a salir por las tardes y los fines de semana: al cumpleaños de una amiga, de visita… o decía que algún paciente grave la necesitaba. Pero Andrés ya no era un niño, lo entendía todo. A los pacientes no se les atiende vestida de fiesta y con perfume. Volvía a casa con flores, sonriendo, con los ojos brillantes de felicidad.

Una vez, mientras se arreglaba frente al espejo para una cita, tarareaba una canción.

—Mamá, ¿tienes una cita? ¿Estás saliendo con alguien? —preguntó Andrés.

Sorprendida, su madre se quedó quieta frente al espejo. Luego se giró hacia él. Andrés vio cómo se ruborizaban sus mejillas y su mirada se llenaba de culpa.

—No sé cómo explicártelo… Tú siempre serás lo más importante para mí. Pero…

—No hace falta que lo expliques. Ya soy mayor, lo entiendo. ¿Es algo serio? ¿Te casarás con él?

—No lo sé. Aún no lo he decidido. ¿Te molesta? —preguntó directamente.

—No, pero… Estoy acostumbrado a que vivamos solo tú y yo. Si te casas, no lo llamaré «padre» —dijo Andrés con firmeza.

—Es un buen hombre. Hace tiempo que quiero presentároslo, pero no me atrevía.

—Que venga —concedió Andrés con aire indiferente.

—Gracias. —Su madre lo abrazó—. De verdad que ya eres un hombre. ¿El domingo?

Andrés se aferró a ella, inhalando su olor familiar. Quiso decirle que no quería compartirla con nadie, que no necesitaban a más gente, pero su madre no dejaba de agradecerle, susurrando lo orgullosa que estaba de su hijo tan inteligente. Y Andrés calló.

El domingo, su madre se peinó de forma distinta, se puso un vestido elegante y se sonrojó mientras ponía la mesa, luciendo más guapa que nunca. Hacía tiempo que Andrés no la veía así. La casa olía a comida recién hecha y a su perfume. Lo único que le molestaba era que todo ese esfuerzo no era para él, sino para un extraño.

Se lo imaginaba alto y apuesto, a la altura de su madre. Pero llegó un hombre calvo y con unos kilos de más, bastante mayor que ella. Incluso con tacones, ella le sacaba cabeza. Le estrechó la mano con fuerza y se presentó como Pablo Martínez.

—Bueno, sigamos conociéndonos en la mesa, que se enfría la comida —dijo su madre, sonriente.

Andrés temió que Pablo empezara a preguntarle por sus notas o a soltar discursos sobre cómo antes la educación era mejor, como hacían otros adultos. Pero Pablo solo alababa la comida de su madre, mirándola con admiración. Le preguntó qué videojuegos le gustaban o si había visto las últimas películas de acción. Andrés habló con entusiasmo, y Pablo escuchaba sin interrumpir, solo haciendo preguntas de vez en cuando. Sabía escuchar y no imponía su opinión.

Dos semanas después, Pablo se mudó con ellos. Su madre explicó que, tras su divorcio, solo había recibido una habitación en un piso compartido. Andrés ni sabía que existían esas cosas.

Al ver una maquinilla de afeitar y un cepillo de dientes nuevos en el baño, Andrés entendió que ese hombre había venido para quedarse. Que tendría que compartir a su madre. Que su vida cambiaría para siempre. Durante el día podía soportarlo, pero por la noche oía susurros y las risas ahogadas de su madre desde su habitación. Se tapaba la cabeza con la almohada para no escuchar.

En tercero de la ESO, su madre, ruborizándose como una colegiala, le dijo que esperaba un bebé. La noticia no lo alegró. Sabía que sería el hermano mayor, y por lo tanto, el menos querido. Solo dijo que, si iba a ser así, prefería un hermano. ¿Qué más podía decir? Culpaba a Pablo. Con su llegada, su mundo seguro se había derrumbado, y Andrés no podía hacer nada.

—¿Estás celoso? No te enfades conmigo. Yo no insistí. Fue ella quien quiso otro hijo. Es joven todavía, y tú ya eres mayor… —intentó explicarse Pablo.

¿Por qué tenía él que entender? ¿Acaso alguien le había preguntado su opinión? Bueno, se casó, y ahora iría por ahí con una tripa enorme. No sabía cómo reaccionarían sus amigos. Pero resultó que a nadie le importaba su familia. Y Andrés se calmó.

El parto fue complicado. Al día siguiente, Pablo entró en su habitación y le dijo que tenía un hermano. Pero no parecía feliz.

—¿No te alegra que sea un niño? —preguntó Andrés.

—Verás… el niño no ha nacido del todo sano. Sospechan que tiene parálisis cerebral. ¿Sabes lo que es?

—¿Es discapacitado? —Andrés lo miró con miedo.

—Espero que no. Tiene dañada la médula, problemas motores. No se sabe cuánto afectará. Cada caso es distinto. Pero debes saberlo. Tu madre… no quiere creerlo, no escucha a los médicos. Por favor, apóyala.

—¿No se pueden dejar a esos niños en el hospital? —Andrés no podía creer que su madre hubiera dado a luz un hijo enfermo.

—Ella no lo abandonará. Cree que todo saldrá bien —suspiró Pablo.

Al pequeño lo llamaron Borja. Era inquieto, solo dormía en brazos de su madre. Andrés llegaba a clase cansado, enfadado con ella. Vivían bien, ¿para qué quería otro hijo? Se enfadaba con Pablo: si no hubiera llegado, su madre no habría tenido más niños. Ella adelgazó, se veía pálida y agotada, como una extraña.

El diagnóstico se confirmó. Necesitaban medicinas y fisioterapia. Pablo ganaba bien, pero el dinero no alcanzaba. Vendió su habitación, buscó trabajos extra. El piso de dos habitaciones se quedó pequeño.

Andrés decidió que, al terminar el instituto, estudiaría en otra ciudad. Cuando lo dijo, su madre ni siquiera pareció sorprenderse. Ya no le importaba. Solo le preocupaba Borjita. Pablo lo entendió, prometió ayudarle económicamente. En la estación, lo abrazó como un padre. A Andrés le picaron los ojos. Pablo se había convertido en su verdadero padre, pero por alguna razón, no se lo dijo.

Se fue sin pena. Se sentía innecesario. Quien más le llamaba no era su madre, siempre ocupada, sino Pablo, contCon el tiempo, Andrés aprendió que el amor verdadero no se mide en sacrificios, sino en la capacidad de aceptar y ser aceptado, incluso con todas las imperfecciones.

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Dos hermanos: el destino pone todo en su lugar.