Almudena, que aún en los recuerdos se hacía llamar la mujer que no engendra, se lamentaba con una sonrisa amarga. Su suegra, Doña Teresa, la tildaba siempre de media mujer, y ella suspiraba mientras el viento del campo le hacía temblar los cabellos.
No hagas caso, intervino de pronto la vecina, la medio sorda Doña Luz. Dios sabe lo que hace. No te apresures a ser madre, que él ya ve el futuro.
Almudena, con los ojos humedecidos, replicó: ¡Pero, Doña Luz! ¿Cómo lo ve? Cinco años llevo casada, y yo sólo deseo un hijo.
No hablaba mucho de ello; guardaba el dolor en su corazón y apenas lo confesaba. Cuando volvió al pueblo natal, a diez kilómetros de la granja, para visitar la tumba de su madre, se sentó con Doña Luz a conversar bajo la sombra de un viejo roble.
Todo es cuestión de paciencia musitó Doña Luz. No somos nosotras las que hallamos a los niños, sino ellos a nosotras. Aguanta, niña.
Los perros ladraban, los gorriones trinaban, pero los sonidos habituales del pueblo ya se habían desvanecido. Zamora, en la comarca de Castilla y León, había envejecido; sus casas de tejado de paja se inclinaban hacia el río como queriendo rendirle un último homenaje.
Almudena regresó a su casa en Ildefonso, la población más grande de la zona, y tuvo que salir de Zamora al amanecer. Siempre había temido al bosque y al campo nocturnos, un miedo infantil que la perseguía.
Nacida allí, había quedado sola hacía seis años. Su padre había muerto poco después de la Guerra Civil y su madre falleció de joven. Almudena había trabajado como lechera en la cooperativa del pueblo.
Conoció a su futuro marido, Nicolás, en junio, cuando ella tenía diecisiete años y era su primer verano trabajando en la granja. La distancia a la finca era grande, pero corría con gusto, aunque le dolieran las manos al ordeñar.
Una mañana, mientras regresaba por un camino empedrado, una lluvia torrencial la sorprendió. El cielo se cubrió de nubes y el trueno rugió como un tambor. Todo a su alrededor parecía inclinado, torcido.
Almudena se refugió bajo un porche de madera al borde del bosque. Se sentó en el dintel y, mientras enrollaba sus trenzas negras para escurrir el agua, vio a un muchacho de cabellos oscuros, con camisa a cuadros y pantalones hasta la rodilla, corriendo hacia ella.
¡Vaya regalo! exclamó. Yo soy Nicolás, ¿y tú?
Almudena, temblorosa, quedó paralizada; el cielo gris y la lluvia la envolvían.
¿Te ha golpeado un rayo o eres sorda de nacimiento? bromeó él.
No, me llamo Almudena. respondió ella.
¿Tienes frío? ¿Quieres calentarte? prosiguió, acercándose sin temor. La lluvia nos ha empapado a los dos. Vengo del MTS.
Nicolás siguió con sus bromas, pero pronto empezó a acercarse de forma incómoda; la blusa de Almudena se pegó a su cuerpo y el joven, con una lujuria que no sabíamos comentar, la presionó. Almudena corrió bajo la lluvia, sin detenerse, mirando atrás con el corazón disparado.
El bosque, bajo las nubes amenazantes, se volvió aún más lúgubre.
Más tarde, Nicolás volvió como capataz sustituto en la granja. Almudena lo miró con recelo, pero él empezó a cortejarla con seriedad, como quien deja una huella. Esa primera visita marcó su destino.
Almudena se casó con alegría, aunque la idea de vivir con su marido y en una aldea extraña le producía incertidumbre. Su suegra resultó ser una mujer severa y enfermiza, que le cargaba con parte de los quehaceres pero vigilaba cada gesto.
Aun cuando las cosas se volvían duras, Almudena, trabajadora y tenaz, no se rendía. Las reprochas de la suegra la afligían, pero ella sabía que había llegado sin dote, sin patrimonio, como una huérfana. Con el tiempo, la madre de Almudena dejó de criticarla; vio la habilidad de la nuera y, tras un año, volvió a intentar que engendrara un hijo, sin éxito.
¡Qué desgracia, niña! exclamó la suegra. Aún no hay nietos, ¿cómo será nuestra casa?
Almudena lloró en el hombro de Nicolás; él reprendió a su madre, que se enfureció aún más. La suegro, por su parte, apenas miraba a Almudena cuando ella le servía el plato.
Almudena no perdió la esperanza. Se acercó a la enfermera del pueblo, y en secreto visitó al cura, quien le recetó brebajes para la infertilidad. La vida siguió su curso, aunque el hogar de los Navas no era pobre, pero sí escaso.
Una madrugada, Nicolás llegó con medio saco de grano húmedo.
¡Ay, colmena! exclamó la madre, temerosa de que lo descubrieran.
No te preocupes, madrele contestó él. No soy el único que lleva cosas.
Almudena temía que su marido se involucrara en asuntos turbios, pero él seguía trayendo restos de la cooperativa.
Las noches se volvieron insomnes para Almudena; se sentaba en la cama sin encender la lámpara, esperando a su marido. Un día, decidió esperarlo en la puerta. Encontró una falda, una camisa y un chaquetón bajo la cama, unas botas de goma altas y el impermeable de campaña del marido. El viento de noviembre golpeó la puerta abierta, y la lluvia le quemó la cara.
Caminó por el sendero del pueblo, sin luz, mientras los perros se ocultaban y su fiel cachorro, Fénix, la seguía. Llegó al extremo del pueblo, donde una vieja cabaña se erguía. El campo y el bosque nocturnos le producían terror, pero se quedó un momento antes de regresar.
La lluvia caía con estruendo y, entre el ruido, escuchó una risa femenina. Provenía de la cabaña. Almudena, curiosa, escuchó la voz de su esposo y luego otra, la de Celia, una joven del pueblo vecino que trabajaba con ella en la cooperativa.
Celia había sido alegre y habladora, soñando con ir a la ciudad para ganarse la vida. Pero últimamente su humor se había apagado; los rumores decían que había sido cortejada por un hombre casado.
Almudena, paralizada, observó cómo Celia corría a casa, tropezando con la nieve y quedándose atrapada en su propio abrigo militar. Al llegar a su vivienda, se metió en la tina a lavar la ropa, mientras murmuraba al cachorro:
Vamos a limpiar esta mugre, Fénix.
En la casa, todo aquello que quedaba era amor y desamor. Almudena no quería creer en la infidelidad, pero la voz de Cel
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Al amanecer, llegaron dos agentes de la Guardia Civil y el presidente de la cooperativa. La madre de Almudena se aferró al chaleco del presidente, y el padre de Nicolás se despidió de su hijo con una mirada distante.
Catorce aldeanos fueron arrestados y llevados al juzgado. La gente se agolpó delante del edificio hasta la hora del almuerzo. Más tarde, un camión llegó y los detidos fueron cargados en la bodega y conducidos a la ciudad para ser juzgados.
Almudena miró hacia el bosque y vio a Celia bajo los sauces. El arresto sacudió el pueblo, pero nadie se atrevía a hablar. La suegra cayó en una profunda tristeza, el suegro se debilitó y Almudena pasó noches en vela.
No se supo nada de Nicolás; quedó como un marido ausente, ni como esposo ni como amante. El dolor y el miedo superaron el rencor y los celos. No había forma de divorciarse, pues los presos de la cooperativa no eran bien recibidos en otros pueblos.
Días después, Almudena volvió de la granja con la leche que debía entregar y encontró a Celia sentada a la mesa, con las manos cruzadas bajo el vientre. Junto a ella estaban el suegro y la suegra, que guardaban silencio.
Buenos días saludó Celia.
Almudena respondió la suegra, sorprendentemente cordial. ¿Sabías que Celia había ido a la ciudad a visitar a Olga y a Nina? Su padre, Vázquez, es su marido.
Almudena dejó el balde de leche en la chimenea y se lavó las manos.
Almudena, el juicio ya se celebró. Diez años para nuestro querido Nicolás. Piensa en ello dijo la madre, entregándole un pañuelo y sollozando.
¿Diez años? exclamó Celia. Dijeron que eran criminales del Estado y los condenaron a una década.
Almudena quedó paralizada.
¿Quién los liberará? le gritó la suegra. ¡Qué barbaridad!
Celia, segura de sus palabras, añadió:
Si el jefe calla, yo diré la verdad: Kolja iba a casarse conmigo. Quería divorciarse de ti, pero no lo logró. Tendré un hijo suyo y no lo criaré sola. Mi padre no me dejará volver al pueblo con el niño, pues ha escuchado el rumor. Pero iré a su casa, y tú cuidarás al nieto.
Almudena escuchó en silencio, con la mirada perdida.
¿Qué haremos? preguntó la suegra, sollozando.
Almudena, mientras colaba la leche, respondió: Yo no sé.
La madre, con los ojos hinchados, dijo: Si no nos encargamos del niño, ¿qué será de él?
Almudena se levantó, llevó una gran cantidad de paja al suelo y la extendió junto al fuego, colocando una manta de lana encima; era ahora su cama para el niño, al estilo del viejo corral de la aldea.
Los días se hicieron más cortos y fríos; la suegra enfermó todo el invierno. Celia, a duras penas, ayudó a la anciana, defendiendo a Almudena cuando la trataba con dureza.
Almudena pasaba las tardes mirando por la rendija de la ventana el bosque blanco y recordaba su infancia. No podía volver al pueblo natal; la chimenea allí crujía con el viento y el trabajo en la helada a diez kilómetros era imposible.
Pensaba en su madre, que ahora diría: Dos esposas bajo el mismo techo, ¿quién es la principal? Su madre había sido una mujer orgullosa y segura.
El tiempo pasó y, en enero, nació un niño que trajo un breve respiro de alegría. El suegro, con orgullo, llevó al niño a casa en una carreta, llamándolo Efraín.
Almudena, aunque no era su madre, lo cuidó con ternura, aunque su corazón dolía al ver a otro criarse bajo su techo.
Celia pasaba más tiempo con su hijo, pero notaba que el pequeño se fijaba más en Almudena que en ella.
¿Qué hacemos ahora? dijo Almudena, pensando en su vida truncada. ¿Seguir aquí? Yo quería estudiar para ser laboratorista, pero Kolja nunca volverá.
Los cambios llegaron al pueblo; se derribaron cuatro casas de dos pisos y se construyeron nuevos bloques para familias. Llegaron lecheras suplentes, habladoras y de otras regiones, que trabajaban con ahínco. Almudena hizo amistad con una de ellas, Vera, quien la escuchó contar su historia.
¿Cómo vivís bajo el mismo techo? preguntó Vera. Yo nunca había oído eso.
Pues, no tengo a dónde ir respondió Almudena. La granja es lo que tenemos.
Efraín crecía, gateaba y se aferraba a Almudena. Ella lo adoraba, mientras Celia, a veces estricta, a veces cruel, lo trataba con dureza.
El primero de mayo, Almudena preparó pasteles. Medió cuatro cucharones de harina en la cazuela y, al volver a la casa, empezó a amasar. Celia, con una sonrisa, se vistió de blanco y salió a la calle para una fiesta vecina.
La suegra, sentada junto a Almudena, tomó al niño en brazos y le dijo:
Almudena, quiero que sepas que aunque no haya sido mi hija, tú eres la madre de mi nieto.
Almudena, con los ojos brillantes, respondió: Mamá, veremos qué nos depara el futuro…
Algunos días después, la lluvia volvió a golpear el tejado, y Almudena, cansada, decidió marcharse. Empacó una bolsa de tela con lo esencial, se calzó las botas de goma y, bajo la lluvia, salió del umbral.
Se dirigió a la estación de tren de Zamora, donde quería buscar trabajo como tejedora en el taller municipal. La lluvia no la detuvo; el bosque, que tanto temió de niña, ahora le parecía un camino inevitable.
Un hombre de aspecto rústico la detuvo y le ofreció llevarle la bolsa en su carreta.
Te llevaré, que a pie con tanto peso es imposible dijo.
Almudena, despidiéndose, le entregó al hombre dos billetes de diez euros que había encontrado en el bolsillo de Nicolás. Él los tomó sin decir nada y se alejó con la carreta.
El tren llegó al alba, silbó y se alejó, llevándose a Almudena hacia una nueva vida, llena de esperanzas y de un futuro que, aunque incierto, ya no estaba atado al pasado.






