Dos destinos

Dos destinos

Lucía caminaba por las calles de una ciudad que no era la suya. La joven estaba desesperada, apretando entre sus manos un pequeño papel, como si fuera su último aliento de esperanza. Llevaba dos días buscando trabajo, pero no era tan sencillo como creía.

—¡Gracias, le llamaremos! —repetían los empleadores como un mantra aprendido.

—Pero no tengo teléfono. No soy de aquí, y un móvil es un lujo que no me puedo permitir —intentaba explicar la aspirante.

—Señorita, ¿rellenó el formulario? ¡Si lo hizo, estudiaremos su candidatura! —La mirada vacía de la chica de recursos humanos la hacía sentir aún más incómoda.

«¿Qué me falta? Tengo un expediente brillante, estudios superiores, inglés y francés… ¿Qué más quieren?», se preguntaba Lucía.

La situación era crítica. Si no conseguía trabajo ese día, tendría que volver a casa. ¿Cómo miraría a los ojos de su madre enferma, a quien había prometido que todo iría bien? En el pueblo, ¿qué haría con su formación?

—Buenos días. Vengo por el anuncio, lo del trabajo —dijo con voz temblorosa. Sabía que debía relajarse, mostrar seguridad, pero el miedo al rechazo la paralizaba.

—¡Rellene esto! —Una rubia teñida le lanzó un formulario sin mirarla. Diez minutos después, añadió—: ¡Gracias! ¡En breve le llamaremos!

—Perdone… No tengo teléfono —casi sollozó Lucía.

La rubia la miró como si fuera un ser de otro planeta:

—Eso es su problema. No me haga perder el tiempo.

Lucía salió del lugar. Sin ideas, sin esperanzas. De pronto, la puerta se abrió y entró corriendo una mujer elegante.

—Carmen, ¿han llegado los proveedores? —preguntó a la rubia.

—No, Doña Ana Isabel. Deberían estar aquí enseguida.

—¿Y usted qué quiere? —le preguntó a Lucía, pero se quedó muda al verla.

Ambas se miraron, conscientes de su inquietante parecido. Lucía estaba tan sorprendida que no podía articular palabra.

—Venía por el puesto de administradora. Le explico que estudiaremos su caso y la llamaremos, pero parece que no lo entiende —respondió Carmen con sorna.

—Pase —ordenó Ana Isabel, abriendo la puerta de un lujoso despacho.

—Pero… los proveedores… —murmuró la secretaria.

—¡Perfecto! Que esperen. Carmen, ¡haga su trabajo! —la cortó en seco.

—Siéntese —dijo Ana con suavidad—. Enséñeme sus documentos, referencias…

—No tengo referencias. Acabo de terminar mis estudios —Lucía dejó los papeles sobre la mesa, observando a su doble.

—Sí, claro… Está contratada. ¿Cuándo puede empezar? —preguntó Ana, distraída.

—¡Ahora mismo! —exclamó Lucía, ilusionada.

—Bien. Carmen le explicará sus funciones y luego la llevará al restaurante. Allí la recibirá el gerente, Javier.

Ana Isabel salió del despacho, dio instrucciones y se marchó.

—¿Y los proveedores? —recordó Carmen.

—Cancela la reunión. Hoy estoy ocupada.

Al subir al coche, Ana se cubrió el rostro con las manos. Estaba segura: Lucía era su hermana. La misma que aparecía en sus sueños. Nunca entendió por qué esa chica idéntica a ella la visitaba cada noche, pero ahora lo sabía. Eran gemelas. No solo compartían rasgos, ¡hasta los lunares eran iguales!

Ana decidió ir a ver a su madre. Necesitaba que la “dama de hierro” hablara. Desde pequeña, sintió que su madre era una extraña. Doña Margarita la tuvo tarde y nunca habló del padre. El tema estaba prohibido en casa.

Doctora en medicina, Margarita crió a Ana con mano dura. Jamás hubo muestras de afecto. «Hoy me lo contará todo. Ya no soy una niña y merezco saber la verdad».

—Hola —saludó secamente su madre—. ¿Qué haces aquí sin avisar?

—Te echaba de menos. ¿Cómo estás? —preguntó Ana, suavizando la voz.

—Estoy bien. Gracias por preguntar —respondió Margarita, fría.

—Mamá, háblame de mi hermana —soltó Ana de golpe. Sabía que la sorpresa era su única baza.

—¿Cómo lo sabes? —palideció la mujer—. ¿Quién te lo ha dicho?

«¡Tenía razón!», pensó Ana con alegría. Ahora no estaría sola. Aunque su madre vivía, siempre se sintió huérfana.

—Dediqué mi vida a la ciencia, pero cuando quise ser madre, ya era tarde —confesó Margarita—. A tu madre biológica la trajeron de urgencias. Era una muchacha humilde… —Cerró los ojos, sumergiéndose en recuerdos dolorosos.

—¿Me robaste? —preguntó Ana, conteniéndose.

—¡No fue así! Fue mucho más complicado. Dime, ¿quién te habló de esto?

—Nadie… —susurró Ana—. Ayer vi a mi hermana. Somos idénticas. Soñaba con ella de pequeña, pero no entendía por qué. Ahora sé que era un lazo invisible entre nosotras.

—¡No me juzgues! Te di una vida que tu madre jamás hubiera podido darte. ¿Qué serías sin mí? ¡No la dueña de una cadena de restaurantes! —dijo Margarita, orgullosa.

—Pero me negaste lo más importante: tu amor. Me criaste como a un soldado, sin cariño. ¿Por qué nos separaste?

—¡Lárgate! ¡Desagradecida! —le espetó.

Ana salió llorando. Rechazaba esa realidad, sintiéndose perdida. Pasó horas en un banco del parque, reflexionando.

Al llegar al restaurante, buscó a Javier:

—¿Vino Lucía hoy?

—Sí, Doña Ana Isabel. Muy lista, esa chica. ¿Es pariente suya? Se parecen mucho…

—¿Tienes sus datos?

—¡Por supuesto! —Javier corrió a su oficina y volvió con un papel—. Aquí está su dirección. Hay fotocopias de su DNI. ¿Las quiere?

—Sí. Tráeme todo.

Ana no quiso esperar y fue a ver a Lucía esa misma noche. Llamó a la puerta de una humilde pensión.

—¿Quién es? —preguntó una mujer mayor, tambaleándose.

—¿Podría hablar con Lucía, por favor?

Minutos después, apareció Lucía, soñolienta. Al ver a Ana, se asustó:

—¿Pasa algo? Javier me dijo que mañana a las 9…

—¿Salimos a hablar? Es importante —dijo Ana, con voz quebrada.

—Sí, ahora mismo.

La conversación fue dura. Ana no encontraba las palabras adecuadas.

—Lucía, ¿no te sorprende nuestro parecido? —preguntó al fin.

—Llevo pensando en eso todo el día… Nunca vi a dos personas tan iguales —sonrió Lucía.

—No somos extrañas. Somos hermanas gemelas…

Silencio. Lucía la miró con lágrimas.

—¿Cómo? ¿Cómo es posible?

—Lo es… Nuestra madre no sabe que tuvo gemelas. Cuéntame… ¿Cómo es ella? —lloró Ana.

—¡Es maravillosa! Aunque ahora está enferma… Desde que murió papá… Esto parece un sueño. Soñaba contigo de niña…

—Y yo contigo —sonrió Ana—. ¿Podemos ir a verla mañana? ¡No quiero esperar!

—¡Claro que sí! No me imagino su cara…

—Recoge tus cosas. Te vienes conmigo. No permitiré que mi hermana viva en este lugar.Las dos hermanas se abrazaron bajo la luz de la luna, sabiendo que, por fin, sus caminos separados por el destino habían vuelto a unirse para siempre.

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