DOS LATTES.
—Buenas tardes, doña Carmen Valdés! ¿Lo de siempre, dos lattes? —pregunté sonriendo mientras miraba con preocupación su rostro pequeño, surcado de arrugas profundas pero lleno de encanto, de nuestra clienta más fiel, que hoy llegaba más tarde de lo habitual.
—Hola, Laurita! Sí, como siempre, dos lattes. Y si eres tan amable, una magdalena también, por favor —respondió doña Carmen mientras apoyaba su bastón en el respaldo de la silla y, conteniendo un gesto de dolor, se sentaba con esfuerzo junto a la ventana.
—Nos tenía preocupados, doña Carmen. ¿Qué pasó hoy? Sabemos que nunca olvida su rutina. Hasta salí a la calle a buscarla —le confesé, haciendo una seña a la nueva camarera para que preparara su pedido.
—Ay, cariño, lo que todos piensan algún día me pasará, pero hoy no fue el caso —dijo con una sonrisa cansada—. Esta mañana fui a cobrar la pensión y el cajero se tragó mi tarjeta. Tuve que ir al banco a sacar otra, ¡y qué cola! Parece que todas las abuelas del barrio decidieron hacer sus operaciones hoy, sábado.
Sus manos, siempre enfundadas en guantes negros de encaje, temblaban, y su rostro pálido y delgado mostraba el cansancio del día. Los años no perdonan, qué le vamos a hacer…
Trabajo como administradora en una pequeña cafetería en el corazón de Sevilla, una ciudad que guarda mil historias entre sus callejuelas. Empecé aquí a los quince, en verano, para ahorrar y comprarle un móvil nuevo a mi madre. Primero fregué platos y limpié suelos, luego me hicieron camarera. Ahora estudio psicología a distancia, pero esta cafetería es mi mejor aula. Aquí el café no solo anima el espíritu, sino que revive recuerdos escondidos en los rincones de la memoria, donde descansan nuestros sueños.
Observar a la gente es mi pasatiempo favorito. Intento leer en sus caras lo que necesitan antes de que lo pidan: adolescentes bulliciosos, parejas enamoradas, señoras elegantes acompañadas de caballeros mayores, madres con niños inquietos…
Pero hay una historia que siempre me conmueve. Hace años conocí a una pareja inolvidable: don Javier Mendoza y doña Carmen Valdés. Todos los sábados, lloviera o hiciera sol, llegaban juntos, él alto y distinguido, ella elegante a pesar de los años.
—Carmen, te lo dije, ¡llévate el paraguas! —regañaba él, aunque con una sonrisa—. Anoche me dolían las piernas, señal segura de lluvia, pero tú, testaruda como siempre…
—No es para tanto —respondía ella, tomando el café con elegancia, el meñique ligeramente levantado—. No soy de azúcar, no me derrito.
—¿Ya olvidaste el resfriado del otoño pasado? Un mes con fiebre por no hacer caso —refunfuñaba él, pero sus ojos no dejaban de mirarla con ternura.
Ella, entre risas, pedía otra magdalena de canela, y él la observaba mientras la comía, feliz, con los ojos cerrados de placer.
—Me encanta verte disfrutar —decía él—. No entiendo cómo comes tanto y no engordas. Yo, desde la operación, ni ganas tengo…
Hace un año, don Javier falleció, pero doña Carmen sigue viniendo, puntual como un reloj. Pide dos lattes, pero solo toma uno. El otro queda intacto, frente a la silla vacía. Se sienta junto a la ventana, remueve el azúcar en silencio y mira hacia afuera, como esperando. A veces llora, secándose los ojos con un pañuelo de batista. Yo nunca la interrumpo; esos momentos son solo suyos.
Una tarde, me contó su historia. Se conocieron en una biblioteca cuando ella tenía dieciocho. Él la ayudó cuando se cayó de una escalera.
—Sus manos me levantaron, y al mirarlo, me ahogué en sus ojos —recordaba con voz temblorosa—. Nos casamos tres meses después. Lo supe al instante. Nunca me arrepentí. Cuando estaba enferma, él me tejía calcetines y me traía té con miel. Ahora… ahora echo de menos hasta el ruido de su bastón.
La dueña del local a veces insiste en no cobrarle, pero doña Carmen siempre se niega.
—En esta vida, todo se paga —dice.
Hoy, después de pagar, salió lentamente, apoyada en su bastón. La vi alejarse, encorvada pero digna, y no pude evitar las lágrimas. Quiero tener su fe. Quiero saber qué la mantiene a flote.
En la mesa quedaron dos tazas: una vacía, otra llena.
Mientras haya gente como ella, vale la pena vivir. Y amar. Pase lo que pase. Amar…