Dos amigas
En otro tiempo fueron amigas…
Bueno, al menos eso pensaba la mujer del tercer piso. Su amiga, la del quinto, era una belleza. O al menos eso creía ella. Bajaba a visitar a la “ratoncita gris”, como llamaba en su fuero interno a su amiga del piso de abajo, solo para presumir o quejarse de la vida. En su juventud, habían estudiado juntas en el colegio y luego ingresaron juntas en la facultad de Económicas de la universidad, carrera que la ratoncita terminó con éxito y consiguió un empleo en un banco.
La belleza, en cambio, se casó en quinto curso con un tipo rico y abandonó los estudios. Tras el divorcio, obtuvo una suma considerable y una pequeña pensión mensual. El millonario habría pagado más con tal de librarse de ella, pero su abogado no fue tan hábil, y se quedó sola, con un dinero que se esfumaba rápido, dados sus gustos caros… Así que la belleza vivía en una búsqueda constante, y solo bajaba para contarle a la ratoncita sus triunfos y fracasos.
—Todos los hombres son unos cabrones —decía, repantigada en el sillón, hojeando alguna revista femenina, lo único que leía.
Y le daba consejos a su amiga:
—¿Quieres pillar a un tío bueno? Lee revistas de moda.
Iba envuelta en una bata seductora, corta y escotada. Sus manos cuidadas y sus uñas rojas como la sangre contrastaban con la bata gastada de la ratoncita y sus manos marcadas por el trabajo —lavar, limpiar, cocinar e ir de compras. Ninguna estaba casada ni tenía hijos, pero la ratoncita deseaba ambas cosas con fervor, mientras que la belleza solo quería una cosa: que todos la admiraran, la halagaran, le dieran dinero y no le pidieran nada a cambio.
—Todos los hombres son unos cabrones —repetía la belleza, jugueteando con un cigarrillo mentolado—. Uno es calvo, otro bajito, otro es rico pero tacaño, ¿te lo imaginas?
Y añadía, indignada:
—Tiene un coche viejo, una casa en la sierra y quería que le cocinara.
Se echó a reír:
—¿Me ves yo en un coche destartalado o delante de los fogones? ¡Puaj!
La ratoncita suspiraba y pensaba:
—A mí me valdría el calvo o el bajito. Cocinaría encantada y me iría feliz a la sierra.
—Unos cabrones —concluía la belleza.
Y he aquí que, mientras tanto, bajaba a casa de la ratoncita con su gato —siempre sucio, flaco y lleno de telarañas.
La ratoncita tenía una gatita, también esterilizada, pero eso no impedía que el macho respirara desequilibradamente ante tal belleza felina. Y ella le correspondía con creces.
—¿Otra vez? ¿Esa bruja no te ha dado de comer y te ha metido bajo el sofá? —preguntaba la gatita al flaco minino.
—A los machos —se envalentonaba él— no nos queda bien quejarnos. ¿Qué más da que no me dé de comer? Al menos no me echa a la calle. Y bajo el sofá tampoco está mal. Bueno, hay muchas telarañas, pero es buen escondite. Y casi nunca me pega. Solo cuando está de mal humor.
—¿Y alguna vez está de buen humor? —preguntaba la gatita.
El gato suspiraba hondo y se acurrucaba contra ella. Ella le quitaba las telarañas con su patita y le lamía el hocico. Él empezaba a ronronear. Y así, pegado a su amada, se dormía.
—No entiendo qué le ves a mi harapiento. No entiende de buenos tratos, solo de empujones y bofetadas —decía la belleza.
A la ratoncita se le revolvía el estómago, pero aun así le daba trocitos de pollo al gato sucio. Él los tragaba, casi ahogándose, y lloraba. Y la gatita, suspirando, lamía a su pobre pretendiente.
La ratoncita adoraba a su gatita. Y esta lo tenía todo. Todo lo que un alma felina pudiera desear. En cambio, el gato sucio no quería nada. Solo soñaba con dos cosas: comer y ver a su amada.
Así pasaban los días, reuniéndose varias veces por semana. La ratoncita preparaba la comida, cenaba con la belleza y alimentaba a su gato. Además, le prestaba dinero de su humilde sueldo. Dinero que la belleza nunca devolvía. Creía que hacía un favor a la ratoncita aceptándolo. Y esta, incapaz de exigir o discutir, temía perder a su única amiga.
Pero he aquí que un día, la belleza llegó con los ojos brillantes.
—¡Lo tengo! ¡Lo tengo! —gritaba, eufórica—. Alto, elegante, no demasiado mayor y multimillonario. Tiene una cadena de supermercados por todo el país. ¡Uf, le voy a sacar hasta el último euro! No se librará con un divorcio cutre.
La ratoncita callaba, forzando una sonrisa aprobadora, aunque le repugnaba escuchar aquello. Pero, a final de semana, llamaron a su puerta…
La belleza le había contado a su nuevo pretendiente que en el piso de abajo vivía su vieja amiga, una horrorosa, una patata, en fin, una ratoncita gris. Y decidieron visitarla.
Quería mostrarle el abismo que había entre ellas. Algunas mujeres conservan amigas así para resaltar su propia belleza.
Entraron en el piso…
La belleza, vestida con un traje espectacular, del brazo de un hombre alto de traje negro. Sus sienes plateadas, sus ojos negros y su rostro expresivo, que reflejaba cada uno de sus pensamientos.
—Qué hombre tan guapo —pensó la ratoncita, ruborizándose.
—Y Jorge me ha comprado esto —presumió la belleza, mostrando un collar que valía un buen coche nuevo.
La ratoncita invitó a los visitantes a la mesa y sirvió ensaladas, entrantes, asado y sopa. Los ojos del hombre brillaron, y su rostro mostró admiración.
—Jorge y yo nos vamos un mes a Mallorca —parloteó la belleza.
—¿Tú también sabes cocinar así? —preguntó él.
—¡Qué asco! —se indignó ella—. Cocinar estropea las manos y el peinado. Además, para eso están los restaurantes.
El millonario se entristeció, y la belleza cambió de tema. Habló de sus compras, del vestido y el collar. Él se aburría, y su rostro lo delató. Para distraerlos, la ratoncita señaló a los gatos, enamorados como siempre. El gato había bajado, como de costumbre, tras su dueña.
—¡Puerca! —gritó la belleza—. ¡Asqueroso! ¿Cómo te atreves a seguirnos sin permiso?
Su voz crecía, enardeciéndose con su propio grito.
Y Jorge… Su rostro mostró un miedo genuino, mezclado con lástima. Miraba al gato flaco y sucio, acurrucado bajo la lluvia de insultos…
Hasta que la belleza se levantó y, de una patada, lanzó al gato contra la pared. El pobre maulló de dolor.
El hombre se puso en pie de un salto. El horror se pintó en su rostro.
—¡Así aprenderás a obedecerme! —vociferó ella, girándose hacia él con el rostro deformado por la rabia.
Pero Jorge dijo, tranquilo y sereno:
—Eres una basura. Una basura sin remedio. Menos mal que no te hice la pregunta.
Se agachó junto al gato y lo acarició, suavemente.
—Vente conmigo —d—Vente conmigo —dijo Jorge—, vivo solo, seremos como dos compañeros, lejos de todo esto, donde nadie te hará daño.