DOS ALAS

Oye, qué fuerte esta historia, ¿sabes? Resulta que Román y Blanca llevaban juntos siete años. Desde el instituto, inseparables. Pero hijos no habían tenido. Su abuela Victoria, que para Román era como ley, siempre le decía:
“Hijos, casaos por la iglesia y el ayuntamiento, que así vendrá la bendición de Dios y os dará descendencia.”
Como Román no le llevaba la contraria a su abuela, le pidió matrimonio formalmente a Blanca. Hicieron una boda enorme, con anillos, firmaron los papeles… Pero en la fiesta hubo un lío. Cuando les dieron las copas de cava para brindar, la tradición manda que se las beban enteras (para felicidad sin lágrimas) y luego las tiren al suelo para que se rompan. Pues bien, la copa de Román hizo añicos, pero la de Blanca… ni se rayó, solo rodó.
Los invitados empezaron a cuchichear, pero bien alto para que todos oyeran:
“Ay, qué malo el presagio, no será feliz este matrimonio.”
Román y Blanca se rieron. “¡Vaya tonterías!” Y siguió la juerga.
Luego, cuando terminó la boda, tocaba montar su vida. Pero…
Blanca, convertida en esposa legítima, cambió y se pudo a mandar. Todo le parecía mal, discutía por cualquier tontería. Total, que un día le soltó:
“Román, nos equivocamos al casarnos. Somos polos opuestos. Será mejor separarnos.”
…Román culpaba a su suegra. Para él era como la bruja de los cuentos, nunca tenía bastante. Atención, dinero, espacio en ese pisito de dos habitaciones que era “su vida sudada”. Y como el yerno ahora vivía en *su* piso, ahí empezó a fustigarle sin parar, exigiendo que ganara un millón de euros en lugar de ir tirando. Román aguantó las broncas de mujer y suegra un año. Hasta que llegó:
“Fuera de aquí.”
Le preguntó a Blanca:
“¿Es esta vuestra decisión definitiva? ¿Tuya y de tu madre?”
“¡Sí! Y mi madre no tiene nada que ver!”, le espetó Blanca.
Román empezó a recoger sus cosas despacio, mirando a su mujer con esperanza. “A lo mejor se apiada y cambia de idea”.
Pero Blanca ni pestañeó.
“Adiós, esposa. Perdona si algo hice mal”, suspiró Román.
“¡Adiós!” Blanca cerró la puerta de golpe tras él.
Se fue de casa, pero la tristeza no le duró mucho. El chico tenía buen ver: alto, deportista, varonil.
Había una chica, Lucía, loca por él desde hacía tiempo. Trabajaban juntos. Cuando vio a Román hecho polvo y sin chispa, Lucía le propuso verse fuera del trabajo. Román aceptó… Aburrido nada más.
Lucía era guapa, soltera y de buena fama. Se dieron un paseo por el Retiro, tomaron un café en un sitio tranquilo. Román le soltó toda su vida. Lucía le dio pena, le animó como pudo… y de repente soltó:
“Estarás ciego, ¿no ves cómo te miro? ¡Te quiero desde siempre!”
Román, claro, lo sospechaba. En el trabajo se cruzaban a diario. Cuando él se acercaba, Lucía se ponía colorada o pálida, se trababa… Él la veía como una flor bonita, pero nada más. Lucía era justo lo contrario de Blanca: tranquila, cariñosa, agradable. Le gustaba a Román. Pero antes estaba casado; no se permitía líos. Ahora, echado de casa, pensó: “¿Y por qué no? Pez que se escapa… ¿Para qué dejar pasar un buen bocado?”
…Al día siguiente llegaron juntos al trabajo. Los compañeros se guiñaron el ojo al verlos. “Vaya, Lucía por fin le ha pescado”. Todos sabían que suspiraba por Román, pero jamás cruzaría la línea de la esposa.
Román se mudó con Lucía. Ella revoloteaba feliz a su alrededor como una mariposa, adivinando sus deseos. Le parecía que la felicidad no podía ser mayor. A Román le encantaban sus cuidados. La llamaba “Luciérnaga” en su cabeza, porque su luz le calentaba el alma.
…Lucía le presentó a sus padres. Su padre, Salvador, un alto cargo, vio lo perdidamente enamorada que estaba su hija y sentenció:
“Pues si es así, vivid juntos. La boda ya llegará. Primero veré qué tal te desenvuelves, yerno.”
Claro que Salvador no sabía que Román estaba casado. Lucía no se atrevió a decírselo. Conocía a su padre…
¡Eran tan felices! Hasta planearon un viaje a Ibiza. Salvador les pagó todo. “Por mi hija, lo que sea. Que se diviertan”.
…Pasaron tres meses y Blanca llamó a su marido de vuelta. Le dijo que esperaba un bebé y que necesitaba padre. Román volvió con ella de mala gana. Lucía dejó marchar a su amor con la familia legítima, pero añadió:
“Román, te esperaré. Siempre…”
…A los seis meses, Blanca y Román fueron padres. Su niña se llamó Vega. Una semana después llamó Lucía. Le pidió que la recogiera… del hospital. Lucía había tenido una niña. Sofía.
Román corrió al hospital con flores y mil preguntas para Lucía.
Salvador ya estaba allí, con una enorme cesta de rosas rojas.
Román se acercó a Lucía, la besó, le dio las flores. Ella vio desconcierto y miedo en sus ojos.
“Es nuestra hija, Román. ¡Enhorabuena!”, sonrió ella, aún cansada.
Román se quedó paralizado. Empezó a calcular fechas mentalmente… Lucía le cortó:
“No te preocupes, Román. Sofía y yo no te estorbaremos.”
Salvador ni siquiera giró la cabeza para saludarle. Se quedó de piedra.
Y así Román acabó viviendo dos vidas. Todos se enteraron: Blanca de Lucía, Lucía de Vega. Las dos su
Pero al final, cuando Lucía regresó sola con Sofía, Román se dio cuenta de que allí estaba su senda dorada: luchó por ellas, Salvador le abrió la puerta y así, al menos, le regresó un ala.

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