Dormía con casi cuarenta de fiebre cuando mi suegra me echó un cubo de agua fría y me ordenó levantarme para recibir a los invitados. Fue entonces cuando lo hice
Cuarenta grados de fiebre, el cuerpo hecho polvo, la garganta como si me la hubieran raspado con lija, la cabeza a punto de estallar y un zumbido constante en los oídos. Intenté dormir un poco, arropada hasta las cejas, buscando alivio aunque fuera por unos minutos. El sueño parecía mi única salvación.
Dormía con casi cuarenta de fiebre cuando mi suegra me echó un cubo de agua fría y me ordenó levantarme para recibir a los invitados. Fue entonces cuando lo hice
Al principio, tuve pesadillas confusas, como si alguien me arrastrara por el fango hacia lo más profundo. Hasta que un chorro de agua helada me golpeó la cara. Me incorporé de golpe, tosiendo, y entreabrí los ojos para ver su silueta encima de mí.
¡¿Todavía durmiendo?! Su voz áspera me taladró los oídos.
Era mi suegra, Carmen. Tenía la cara de piedra, los labios apretados en una línea blanca y los puños cerrados. Me miraba como si me hubiera pillado robando.
¡Levántate! casi gritó. ¡Los invitados llegarán en una hora! ¡Todo tiene que relucir! ¡Arregla la mesa y ponte a currar! ¡No te quedes ahí como una vaga!
Quise responder, pero no tenía fuerzas. Solo conseguí incorporarme a medias y secarme el agua de la cara, mientras un escalofrío me recorría el cuerpo.
Dormía con casi cuarenta de fiebre cuando mi suegra me echó un cubo de agua fría y me ordenó levantarme para recibir a los invitados. Fue entonces cuando lo hice
Mamá tengo cuarenta de fiebre No puedo ni levantar la cabeza Mi voz sonó débil, como un hilillo.
Pero ella solo hizo un gesto de desprecio.
¡Ay, por favor! Todos nos ponemos malos. Yo también he trabajado enferma. ¡No me avergüences delante de la familia!
Algo se rompió dentro de mí. Sus palabras no eran solo crueles, sino frías, como el agua que acababa de tirarme.
Y entonces lo hice. Algo que hizo que mi suegra me suplicara perdón después, aunque a mí ya me daba igual.
Me levanté de la cama, temblorosa, con la vista nublada. Pasé junto a ella sin decir nada. El móvil estaba en la mesilla. Lo cogí y marqué el 112 delante de sus narices.
¿Emergencias? Necesito una ambulancia. Tengo cuarenta de fiebre, no puedo ni tenerme en pie Sí, en la calle Velázquez, número 12.
Mi suegra se puso hecha una furia:
¡¿Pero qué haces?! ¡Vienen los invitados!
Tú tienes invitados. Yo tengo una infección y esta es mi casa. Lo dije claro, sin justificarme, por primera vez.
Mientras preparaba la bolsa, ella no paraba de refunfuñar en la cocina: «Esta nuera está loca». Pero cuando llegó la ambulancia, veinte minutos después, ya estaba lista. El médico me tomó la temperatura, me miró la garganta y dijo:
Hay que ir al hospital. Esto es grave.
Me puse la chaqueta y, antes de salir, la miré fijamente:
Cuando vuelva, ni tú ni tus invitados estaréis aquí. Y no vuelvas a poner un pie en esta casa sin mi permiso. Nunca.
Abrió la boca para protestar, pero yo ya había cerrado la puerta.