Primero desaparecieron los guantes. Luego, el llavero. Después, la bufanda vieja. Todo podía achacarse a la edad, al despiste, al cansancio. Pero cuando faltó la sexta cosa en un mes —la cajita de hilos que siempre estaba sobre la cómoda—, Carmen Álvarez no pudo más. Se dejó caer en la silla con un suspiro hondo. Le temblaban los dedos, pero no de miedo: de rabia, porque su pequeño mundo conocido se deshacía, como si alguien invisible le arrancara los hilos uno a uno.
—Vale, si es así, juguemos —dijo en voz alta, y en su tono no había angustia, sino desafío, afilado como una navaja.
El piso guardó silencio. Solo el tictac de un reloj de péndulo, marcando el tiempo con obstinada precisión. Carmen llevaba nueve años viviendo sola. Su marido se fue de repente, en el salón, con una taza de café a medio tomar y un chiste a medias en los labios. Desde entonces, no cambió nada: el mismo sofá desgastado, la misma silla que crujía, incluso su taza favorita seguía ahí, con la leyenda borrosa de «El mejor abuelo».
Su hija la visitaba cada seis meses. Traía la compra, refunfuñaba porque no contestaba al teléfono, y se marchaba deprisa. Sus palabras sonaban apresuradas, como apretujadas entre el trabajo, la familia y las deudas. Carmen no se ofendía. Lo entendía: su hija tenía su propia vida. Aceptaba las bolsas con arroz y pastillas, sonreía, la abrazaba con torpeza y la acompañaba a la puerta, quedándose luego en el pasillo vacío, mirando la puerta cerrada, hasta que el silencio le pesaba demasiado.
Pero hacía un mes, algo raro empezó a suceder. Nada drástico, sino sutil, como si alguien rehiciera su mundo con tijeras finas. Primero fue el olor: una fragancia delicada, como de hierbas secas quemándose en un rincón, como en la casa de su abuela en el pueblo. Luego, corrientes de aire. Las cortinas se movían aunque la ventana estuviera cerrada. Y las sombras. Se deslizaban por las paredes sin seguir la luz, como si alguien invisible anduviera a hurtadillas. La casa respiraba a otro ritmo, no al suyo.
Carmen callaba. Solo se sentaba más a menudo junto a la ventana, con las piernas recogidas y una taza fría en las manos, contemplando la calle nevada. Miraba caer los copos sobre el patio donde jugaban los niños y recordaba. A su padre enseñándole a montar en bici, sujetando el sillín hasta que ella mantenía el equilibrio. A los años noventa, cuando ella y su marido se calentaban junto a una estufa de leña durante los apagones, riéndose mientras tostaban pan en la tapa ardiente. A su primer televisor, discutiendo hasta medianoche qué canal poner, hasta quedarse dormidos abrazados.
Luego, las cosas empezaron a desaparecer. Primero pequeñeces: un botón, un pañuelo, un viejo broche. Después, objetos más queridos: la bufanda favorita, las gafas, la agenda. Todo sin rastro, sin explicación. Como si alguien invisible le robara pedazos de su vida, poco a poco.
—¿Dónde te escondes? —preguntó un día al vacío. Su voz resonó más fuerte de lo esperado, como si las paredes la devolvieran y se quedara flotando.
Entonces, desde la cocina, llegó la respuesta: «Aquí».
Era una voz suave, casi infantil, pero no daba miedo. No era hostil. Solo ajena. Y por eso, auténtica hasta estremecer.
No corrió. Hervió agua, se sentó, esperó. Observó el té como si en él estuviera la respuesta. Luego se levantó, enderezó los hombros y entró en la cocina. La puerta crujió, como compartiendo sus dudas. Todo en su sitio: la mesa con el hule, las cortinas, las ollas en la estantería. Pero el aire era distinto. El silencio no estaba vacío, sino vivo, como si alguien contuviera el aliento. Una presencia casi tangible, pero cálida, como un roce leve.
—¿Quién eres? —preguntó, firme, sin temor, como si supiera que no le harían daño.
Ninguna respuesta. Solo un crujido en el suelo, como si alguien diera un paso y se detuviera.
Al día siguiente, faltó el cuaderno viejo donde apuntaba recetas y teléfonos ya inútiles. Y por la noche, al volver del balcón, encontró una postal sobre la mesa. Sin dirección, sin firma. Solo dos palabras garabateadas: «Estoy aquí».
Desde entonces, vivieron las dos. Ella, en las sombras, en los rincones, en el temblor de las cortinas. Carmen, en la luz del día, con el silbido del hervidor y el tintineo de las cucharas. No hablaban. Pero un día, al abrir el armario, encontró todas las cosas perdidas. Ordenadas, limpias, como si alguien las hubiera cuidado.
Entonces lo entendió: no era una intrusa. Era ella misma. La que había olvidado, la que enterró cuando su marido murió, cuando su hija se marchó, cuando los días se volvieron grises. La que cantaba con la guitarra, bailaba con la radio, escribía versos en papeles sueltos y los guardaba en un cajón. La que se desvaneció poco a poco, con cada «luego», con cada «ahora no».
Carmen se envolvió en la bufanda, que olía a menta y a tiempo. Salió al balcón. Encendió un cigarrillo —el primero en diez años—. El humo subió al cielo, llevándose la pesadez, la soledad, la contención ajena.
Abajo, caía la nieve. Suave, casi ingrávida. En sus destellos brillaban las luces de Madrid, como si el mundo susurrara: «Te estaba esperando».
*¿Dónde te escondías?* —pensó—. *Ahí estabas. Encontrada.*