El sobre llegó a finales de noviembre, de un amarillo desteñido, sin remite, como si el viento lo hubiera traído desde otro tiempo. El papel era áspero, seco, como si hubiera pasado una década olvidado en una caja del desván. Dentro, solo una línea escrita con letra pulcra, casi antigua:
*«Mamá te espera. La casa del olivo. El silencio no es el final.»*
Alberto se quedó con aquel papel en las manos, como si sostuviera un pedazo de vida que él mismo había enterrado. Lo leyó una y otra vez, como si entre líneas hubiera algo más. No temblaba del frío, sino de algo que subía desde lo hondo, de aquellos años en los que todavía era parte de allí. No veía a su madre desde hacía seis años. Cinco sin hablar. Tras la muerte de su padre, el contacto se rompió como un hilo cortado de golpe. Sin llamadas, sin cartas. Solo silencio. Un silencio tozudo, de piedra. Ya no recordaba quién dejó de hablar primero. Y daba igual.
*La casa del olivo* no era un lugar cualquiera. Era su refugio en Toledo, donde pasó la infancia: aprendió a nadar en el río, dio su primer beso en quinto de primaria, ayudaba a su padre con los clavos mientras este maldecía el tejado viejo. Su madre se reía desde el porche, agitando una escoba, recogiendo moras y haciendo tortitas los domingos, que olían a verano. Ese aroma vivía en la casa, en el crujir de las maderas. Alberto no pisaba el lugar desde los veintidós años. Como si lo hubiera borrado.
Fue. Sin pensarlo. Se subió al tren y miró por la ventana, recordando cómo su padre escribía notas en trozos de periódico: *”arreglar la valla”, “traer leña”*. Algo se le apretó en el pecho. No era culpa, ni miedo—algo más denso, como un nudo de años vividos.
La casa seguía allí, como esperando. Pintura descascarillada, la misma verja que chirriaba con los extraños. El olivo había crecido, daba sombra a medio patio. La puerta no estaba cerrada. Y el olor—humo, madera vieja, hierba seca—le golpeó como un recuerdo.
Su madre estaba sentada junto a la ventana. Chal sobre los hombros, taza entre las manos. El pelo blanco, el rostro más suave, pero la mirada… la misma. Reconocedora. Sin sorpresa, sin reproche. Solo silencio cálido en los ojos.
—Debes de tener frío—dijo ella—. La chimenea está encendida. Sabía que vendrías.
Sin hablar, se quitó la chaqueta y la colgó del mismo clavo de siempre. Entró en la cocina, se sirvió té. Su madre puso delante un plato de magdalenas. Aquel olor—limón, vainilla. A hogar.
—Todavía están calentitas—dijo—. Siempre te gustaron así.
Comieron en silencio. No por rencor, sino porque las palabras habrían sonado demasiado fuerte. El silencio era su idioma. No había reproches. Solo estar. Él escuchaba su respiración. Y con cada suspiro, su corazón se calmaba.
Limpió el polvo, trajo leña, arregló la puerta del armario. No por obligación, sino porque necesitaba hacerlo. Su madre tejía, de vez en cuando lo miraba con una paz que decía: *todo ya ha pasado. Todo está perdonado.*
Al tercer día, preguntó:
—¿Tú escribiste la carta?
Ella negó con la cabeza.
—No. Pero sabía que entenderías.
—¿Entonces quién?
Sonrió levemente y encogió los hombros. Su mirada decía: *qué más da. Lo importante es que estás aquí.*
Al anochecer, salió al porche. El aire era limpio, las estrellas bajas, el cielo profundo. Y el silencio. Ese de verdad. No vacío. Vivo. Recordó las palabras de su padre: *«En la ciudad todo es ruido. Aquí se respira.»* Antes no lo entendía. Ahora sí.
Permaneció allí un rato, luego volvió. Su madre dormía en el sillón, la manta sobre los hombros, un ovillo en el regazo. Cerró la puerta sin hacer ruido.
Y por primera vez, no quería irse.
Se quedó el invierno entero.
En la casa del olivo. Donde todo calla. Pero sigue esperando.