Donde Nadie se Pierde

Han pasado ya nueve meses sin noticias de Daniel. Al principio, Elena Martínez contaba los días, marcándolos en el viejo calendario de la cocina. Luego pasó a contar las semanas. Finalmente, dejó de hacerlo, porque cada amanecer sin una carta le atravesaba el pecho como el viento helado de diciembre. Seguía revisando el buzón, al alba, cuando los primeros rayos rozaban las ventanas, y al caer la noche, cuando las sombras llenaban su pequeño piso en las afueras de un pueblo de Castilla. La cartera, Carmen, ya ni alzaba la mirada al pasar, como si su silencio pudiera suavizar el vacío. Pero el buzón seguía mudo. Una y otra vez.

Daniel se marchó a Argentina hace cuatro años. Por contrato. Prometió que sería poco tiempo. Que ganaría dinero, se asentaría, ayudaría. Que volvería. Se fue con una maleta liviana, una sonrisa y ojos llenos de sueños. Los primeros meses escribía a menudo—mensajes cortos, llamadas por la noche. Luego, cada vez menos. Hasta que vino el silencio. Como si alguien al otro lado del océano borrara su pasado, tachando de su memoria la casa, la calle, a su madre.

Elena se aferraba a excusas como a un salvavidas. Está ocupado. Aprendiendo el idioma. Construyendo una nueva vida. Lo repetía frente a los fogones, para no gritar de dolor, para ahogar el miedo de que su hijo hubiera desaparecido para siempre. Le venían a la memoria sus pasos infantiles por el pasillo, su risa cuando entraba del patio cubierto de barro, gritando: «¡Mamá, mira lo que he encontrado!». Ahora solo la rodeaba un silencio pesado como la nieve que cubría su pueblo.

Las excusas se agotaron. Solo quedó el abismo—frío, impenetrable, creciendo entre ellos día a día, como un muro de hielo que separaba el ayer del hoy.

En el pueblo, no era la única madre así. Mujeres cuyos hijos se habían ido, dejando atrás buzones vacíos y palabras sin terminar. Se reconocían en la mirada—viva, pero nublada por la nostalgia. La vecina Rosario susurraba: «Al menos vive, Elena. Conformate con eso». Ella asentía, pero por dentro la culpa crecía. No le bastaba saber que vivía. Quería oír su voz, su «¿Qué tal, mamá?», no por dinero ni regalos, sino para que su corazón volviera a latir tranquilo.

Vivía con lo justo. Un pequeño huerto detrás de casa, un gato llamado Micho, la tele antigua con telenovelas infinitas. Los viernes, limpieza; los sábados, el mercado, donde los tenderos la saludaban como a una vieja conocida y la verdulera siempre preguntaba: «Otra vez sin bolsa, Elena Martínez?». Tejía. Primero guantes para Daniel, recordando sus manos anchas. Luego sin motivo, guardándolos en el cajón, por si alguien más los necesitara. Cosía cojines para el refugio de gatos. Cualquier cosa para que las manos no temblaran de vacío. Para que el día no se convirtiera en un pozo sin fondo.

Una tarde fría de noviembre, llamaron a la puerta. Pensó que era la vecina, pidiendo harina o cerillas. O un repartidor equivocado. Al abrir, el mundo se detuvo. En el umbral había un niño de unos once años, con una chaqueta desgastada y una mochila pequeña. Sus ojos grises, atentos, tenían una chispa, como si ya supiera que la vida puede cambiar en un instante.

—¿Es usted Elena Martínez? —preguntó en voz baja, el temblor en su voz quizá por el frío, quizá por los nervios.

—Sí… —respondió ella, sintiendo un presentimiento extraño apretándole el pecho.

—Soy Pablo. Mi madre dijo que podía quedarme con usted. Dijo que en casa de la abuela siempre estoy seguro.

El mundo se tambaleó como un puente viejo bajo el viento. Elena no entendía qué pasaba. Solo vio sus mejillas enrojecidas por el frío y cómo se agarraba a la manga de la chaqueta. Y luego, sus ojos. Exactamente como los de Daniel de pequeño. La misma mirada franca, la misma determinación callada.

—¿Tienes hambre? —preguntó, aferrándose a las palabras para no perder el equilibrio.

—¿Puedo tomar un té? Con miel, si hay —respondió él, esbozando una sonrisa.

Entró, dejó la mochila junto a la puerta y se sentó a la mesa. Con naturalidad, como si hubiera estado allí mil veces. Se quitó los zapatos, dobló la bufanda, alisó los guantes. Elena notó lo gastado de su jersey, lo desatado del cordón de sus zapatillas.

El móvil vibró. Daniel. Por primera vez en un año.

—Mamá, perdona por esto. Las cosas aquí… se complicaron. Ya te llamo, ¿vale?

Colgó sin dejarle responder. Ella se quedó quieta, mirando a Pablo, que ya acariciaba a Micho con cuidado, como si temiera asustarlo.

—¿Puedo darle de comer? —preguntó el niño, mirando al gato—. Sé cómo hacerlo. En casa teníamos uno.

—Se llama Micho —dijo ella, aún sin creer que no fuera un sueño.

—¿Y puedo leerle algo? Siempre leo antes de dormir. Mi madre decía que así los sueños son buenos.

Al principio fue como una sombra. Comía en silencio, recogía todo, dormía agarrado a la sábana, con la lamparilla encendida, como si la oscuridad pudiera arrastrarlo. Escribía en una libreta, dibujaba, pedía permiso para todo—tomar pan, encender la luz, salir a la calle. Como si temiera ser una molestia. Pero luego empezó a sonreír. A pedir más sopa. A traer piedras, piñas, historias de los perros del barrio. Una vez llegó con un gorrión herido, envuelto en su bufanda, y lo alimentó con migajas.

Elena temía acostumbrarse. Cada noche se decía: «Se irá pronto». Pero cada mañana esperaba sus pasos, sus preguntas, su risa. Hasta que se rindió. Él fue su mañana, su tarde, su razón, como la luz cálida de una ventana.

Pablo estuvo cuatro meses con ella. Daniel llamó tres veces. Breve, distante. Del trabajo, los problemas, lo «complicado» de todo. Ni una palabra sobre su hijo. Ni una palabra sobre ella. Solo: «Mamá, no preguntes ahora».

Ella no preguntó. Aunque las palabras le quemaban el alma como brasas. Calló. Por Pablo. Por la casa que volvía a vivir con su voz.

Cuando se fue, el invierno ya helaba las calles. En la estación, la abrazó tan fuerte que sintió su corazón. Sin lágrimas, sin palabras, pero con tanta fuerza que parecía que soltarla dolía. Ella no lloró. Solo le acarició la cabeza, como si no se despidiera de él, sino de una parte de sí misma que ya no volvería. Saludó al tren hasta que se perdió en la nevada. Y luego, en la nada.

Diez días después llegó una carta. De verdad, en papel, con letra torpe. Pablo escribía que estaba bien, que echaba de menos, que el colegio era interesante y que Micho era el mejor gato del mundo. «Escucha, incluso cuando no hablo», decía. Y al final añadió:

«Ahora sé dónde no se pierde a la gente».

Elena releía esas palabras, sosteniendo la carta con manos temblorosas, como si fuera un tesoro. Miró por la ventana, donde la nieve caía lenta, cubriendo tejados, vallas, el viejo banco de la puerta. Después sacó el hilo. Había que tejer otro par de guantes. No para alguien enNo para alguien en especial, pero por si acaso alguien más necesitaba un poco de calor sin saberlo todavía.

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