Hace ya nueve meses que no hay noticias de Javier. Al principio, Elena Ruiz contaba los días, marcándolos en el viejo calendario de la cocina. Luego pasó a semanas. Hasta que dejó de hacerlo, porque cada mañana sin carta le rajaba el alma como el cierzo de enero. Seguía revisando el buzón —al amanecer, cuando la luz rozaba los cristales, y al atardecer, cuando las sombras lo llenaban todo en su piso de las afueras de Valladolid. La cartera, Carmen, ya ni levantaba la vista al pasar, como si su silencio amortiguara el vacío. Pero el buzón seguía mudo. Una y otra vez.
Javier se marchó a Argentina hace cuatro años. Por contrato. Prometió que sería poco tiempo. Que ahorraría, se asentaría, ayudaría. Que volvería. Salió con una maleta ligera, una sonrisa y los ojos llenos de sueños. Los primeros meses escribía a menudo —mensajes cortos, llamadas por la noche. Luego, cada vez menos. Hasta que solo quedó silencio. Como si alguien al otro lado del océano borrase su pasado, tachando de un plumazo la casa, la calle, a su madre.
Elena se aferraba a las excusas como a un salvavidas. Está ocupado. Aprendiendo el idioma. Construyendo una vida. Lo repetía frente a los fogones, para no gritar del dolor, para ahogar el miedo de que su hijo se hubiese esfumado para siempre. Le venían a la memoria sus pasos infantiles en el pasillo, su risa al entrar lleno de barro de jugar en la plaza: “Mamá, ¡mira lo que he encontrado!” Ahora solo la rodeaba un silencio pesado, como la nieve que sepultaba su barrio en invierno.
Las excusas se agotaron. Solo quedó un abismo. Frío, impenetrable, creciendo entre ellos día tras día como un muro de hielo que separaba el ayer del hoy.
En su barrio no eran pocas las madres así. Mujeres cuyos hijos se habían ido, dejando tras de sí buzones vacíos y palabras pendientes. Se reconocían en la mirada —viva, pero velada por la pena. La vecina Rosario le susurraba: “Agradece que está vivo, Elena. Con lo que haya, tira pa’lante”. Ella asentía, pero por dentro la corroía la culpa. No le bastaba saber que vivía. Quería oír su voz, su “¿Qué tal, ma?”, no por dinero o regalos, sino para que su corazón volviera a latir en calma.
Vivía con lo justo. Un huerto detrás de casa, un gato llamado Micho, la televisión antigua con sus culebrones interminables. Los viernes limpiaba, los sábados iba al mercadillo, donde los tenderos la saludaban como a una más y la verdulera siempre preguntaba: “¿Otra vez sin bolsa, Doña Elena?”. Tejía. Primero guantes para Javier, recordando sus manos grandes. Luego los hacía sin más, guardándolos en el cajón, por si alguien necesitaba su calor. Cosía cojines para el refugio de gatos. Cualquier cosa para que las manos no temblaran de vacío. Para que el día no se convirtiera en un pozo sin fondo.
Una tarde gélida de noviembre, llamaron a la puerta. Elena pensó que sería la vecina —pidiendo harina o cerillas. O un repartidor equivocado. Al abrir, el mundo se detuvo. En el umbral había un niño de unos once años, con una chaqueta gastada y una mochila pequeña. Ojos grises, atentos, con una chispa como si ya supiera que la vida podía deparar cualquier cosa.
—¿Usted es Elena Ruiz? —preguntó en un hilo de voz, tembloroso, quizá por el frío o los nervios.
—Sí… —respondió ella, sintiendo un pellizco en el pecho.
—Soy Adrián. Mi madre dijo que podía quedarme con usted. Que con la abuela siempre es seguro.
El suelo pareció moverse bajo sus pies. No entendía. Solo notó sus mejillas enrojecidas por el frío, cómo se frotaba la manga. Y entonces lo vio: sus ojos. Iguales que los de Javier de pequeño. La misma mirada franca, la misma quieta determinación.
—¿Tienes hambre? —preguntó, agarrándose a las palabras para no caer.
—¿Puedo tomar un té? Con miel, si hay —contestó él, esbozando una sonrisa.
Entró, dejó la mochila junto a la puerta y se sentó. Con naturalidad, como si llevara mil veces allí. Se quitó los zapatos, dobló la bufanda, alisó los guantes. Elena notó el suéter desgastado, el nudo de los cordones a punto de soltarse.
El móvil vibró. Javier. Por primera vez en un año.
—Mamá, perdón por esto. Aquí las cosas… se complicaron. Te llamo luego, ¿vale?
Colgó sin esperar respuesta. Ella se quedó quieta, mirando a Adrián, que ya acariciaba a Micho con cuidado, como temiendo asustarlo.
—¿Puedo darle de comer? —preguntó el niño, mirando al gato—. Sé cómo hacerlo. En casa teníamos uno.
—Se llama Micho —dijo ella, aún sin creer que no era un sueño.
—¿Y puedo leerle? Siempre leo antes de dormir. Mamá decía que así los sueños son buenos.
Al principio era como una sombra. Comía sin prisa, recogía, dormía aferrado a la manta con la lamparilla encendida, como si la oscuridad pudiera arrastrarlo. Escribía en una libreta, dibujaba, pedía permiso para todo —coger pan, encender la luz, salir. Como si temiera estorbar. Pero poco a poco sonreía. Pedía más lentejas. Traía piedras del parque, piñas, historias de los perros del barrio. Una vez llegó con un gorrión herido envuelto en su bufanda y lo alimentó con migajas.
Elena temía acostumbrarse. Cada noche se repetía: “Se irá pronto”. Pero cada mañana esperaba sus pasos, sus preguntas, su risa. Hasta que cedió. Él se convirtió en su amanecer, su ocaso, su razón, como la luz cálida tras la ventana.
Adrián estuvo cuatro meses. Javier llamó tres veces. Breve, seco. Del trabajo, los problemas, de que “todo es complicado”. Ni una palabra sobre el niño. Ni una sobre ella. Solo: “Mamá, no preguntes todavía”.
No preguntó. Aunque las dudas le quemaban el alma. Calló. Por Adrián. Por la casa que volvía a latir con su voz.
Cuando se fue, el invierno helaba las calles. En la estación, la abrazó con tal fuerza que sintió su corazón. Sin lágrimas, sin palabras, pero con una intensidad que dolía. Ella no lloró. Solo le acarició el pelo, como despidiéndose de una parte de sí misma que ya no volvería. Saludó al tren hasta que se perdió en la nieve. Y luego, en la nada.
Diez días después llegó una carta. De papel, con letra torpe. Adrián escribía que estaba bien, que echaba de menos a Micho —”el mejor gato del mundo”— porque “escucha hasta cuando callo”. Y al final, una frase:
“Ahora sé dónde no se pierde a la gente”.
Releyó esas palabras con los dedos temblorosos, como si sostuviera un tesoro. Miró por la ventana, donde la nieve caía lenta, cubriendo tejados, verjas, el banco viejo de la plaza. Después cogió lana. Haría otro par de guantes. No para alguien en concreto. Por si acaso. Por si a alguien le hacía falta calor. Aunque aún no lo supiera.