**Allí donde no se pierde a la gente**
Habían pasado ya nueve meses desde la última noticia de Daniel. Al principio, Elena Sánchez contaba los días, marcándolos en el viejo calendario de la cocina. Luego pasó a contar las semanas. Y al final lo dejó, porque cada día sin carta le dolía como un cuchillo en pleno diciembre. Seguía revisando el buzón —por la mañana, cuando el alba rozaba los cristales, y por la tarde, cuando las sombras se apoderaban de su pequeño piso en las afueras de Valladolid. La cartera, Marisol, ya ni siquiera levantaba la vista al pasar, como si su silencio pudiera suavizar el vacío. Pero el buzón seguía mudo. Una y otra vez.
Daniel se había ido a Canadá hacía cuatro años. Por contrato. Prometió que sería poco tiempo. Que ganaría dinero, se asentaría, ayudaría. Que volvería. Se marchó con una maleta ligera, una sonrisa y los ojos llenos de sueños. Los primeros meses escribía seguido —mensajes cortos, llamadas por las noches. Luego, cada vez menos. Hasta que llegó el silencio. Como si alguien, al otro lado del océano, borrara su pasado, tachando de un plumazo su casa, su calle, a su madre.
Elena se agarraba a las excusas como a un salvavidas. «Está ocupado. Aprendiendo el idioma. Construyendo una vida nueva». Lo repetía frente a los fogones, para no gritar de dolor, para acallar el miedo de que su hijo hubiera desaparecido para siempre. Le venían a la memoria sus pasos infantiles por el pasillo, su risa al entrar todo embarrado gritando: «¡Mamá, mira lo que he encontrado!». Ahora solo la rodeaba un silencio pesado, como la nieve que cubría el pueblo en invierno.
Las excusas se agotaron. Solo quedó un abismo. Frío, impenetrable, creciendo entre ellos día tras día como un muro de hielo.
En su barrio no eran pocas las madres así. Mujeres cuyos hijos se habían marchado, dejando tras de sí buzones vacíos y palabras sin decir. Se reconocían en la mirada, viva pero envuelta en melancolía. La vecina Carmen susurraba: «Al menos está vivo, Elena. Agárrate a eso». Ella asentía, pero por dentro se ahogaba en culpa. No le bastaba saber que vivía. Quería oír su voz, su «¿Qué tal, mamá?» —no por dinero ni regalos, sino para que su corazón volviera a latir en calma.
Vivía con lo justo. Un pequeño huerto, su gato Pelusín, la tele vieja con sus culebrones interminables. Los viernes limpiaba, los sábados iba al mercado, donde los tenderos la saludaban como a una vieja amiga y la frutera siempre le decía: «Otra vez sin bolsa, ¿eh, Elena?». Tejía. Primero guantes para Daniel, recordando sus manos grandes. Luego solo por hacer algo, guardándolos en el cajón por si alguien necesitaba su calor. Cosía almohadones para el refugio de gatos. Cualquier cosa para que el día no se convirtiera en un pozo sin fondo.
Hasta que un frío día de noviembre llamaron a la puerta. Pensó que sería la vecina, pidiendo harina o cerillas. O un repartidor equivocado. Abrió, y el mundo se detuvo. En el umbral había un niño de unos once años, con una chaqueta gastada y una mochila pequeña. Los ojos grises, atentos, con una chispa de quien ya sabe que la vida puede deparar cualquier cosa.
—¿Usted es Elena Sánchez? —preguntó en un susurro, la voz temblorosa, quizá por el frío o los nervios.
—Sí… —respondió ella, con un nudo en el pecho.
—Soy Javier. Mi madre dijo que podía quedarme con usted. Dijo que en casa de la abuela siempre hay seguridad.
El suelo pareció inclinarse bajo sus pies. Elena tardó en reaccionar. Solo notó sus mejillas enrojecidas por el frío, cómo se frotaba la manga del abrigo… y sus ojos. Exactamente iguales a los de Daniel de pequeño. La misma mirada franca, la misma calma decidida.
—¿Tienes hambre? —preguntó, aferrándose a las palabras para no caer.
—¿Puedo tomar un té? Con miel, si hay.
Entró, dejó la mochila junto a la puerta y se sentó. Como si aquello fuera su rutina de siempre. Se quitó los zapatos, dobló la bufanda con cuidado, alisó los guantes. Elena observó el suéter raído, el nudo del cordón a punto de romperse.
El móvil vibró. Daniel. Por primera vez en un año.
—Mamá, perdona por esto. Aquí las cosas… se complicaron. Ya te llamo, ¿vale?
Colgó sin dejarle responder. Ella se quedó mirando a Javier, que ya acariciaba a Pelusín con delicadeza, como si el gato fuera de cristal.
—¿Puedo darle de comer? —preguntó el niño—. Sé cómo hacerlo. En casa teníamos un gato.
—Se llama Pelusín.
—¿Y puedo leerle algo? Antes de dormir siempre leo. Mi madre decía que así los sueños salen buenos.
Al principio fue como una sombra. Comía sin hacer ruido, recogía siempre, dormía aferrado a la manta con la luz encendida, como si la oscuridad pudiera arrastrarlo. Escribía en una libreta, dibujaba, pedía permiso para todo —coger pan, encender la luz, salir a la calle—. Como si temiera estorbar. Pero poco a poco empezó a sonreír. A pedir más sopa. A traer piedras del parque, piñas, historias de los perros del vecindario. Hasta que un día apareció con un gorrión herido envuelto en su bufanda, dándole migas con paciencia.
Elena temía acostumbrarse. Cada noche se repetía: «Se irá pronto». Pero cada mañana esperaba sus pasos, sus preguntas, su risa. Hasta que se rindió. Él se convirtió en su mañana, su tarde, su razón, como la luz cálida de la ventana.
Javier estuvo cuatro meses con ella. Daniel llamó tres veces. Breve, seco. Habló de trabajo, de problemas, de que «todo era complicado». Ni una palabra sobre el niño. Ni una pregunta por ella. Solo: «Mamá, no me preguntes ahora».
Ella no preguntó. Aunque las dudas le quemaran el alma. Calló. Por Javier. Por la casa que volvía a latir con su voz.
Cuando se fue, el invierno ya helaba las calles. En la estación la abrazó con tal fuerza que sintió su corazón. Sin lágrimas, sin palabras, pero con un dolor que decía: «No quiero soltarte». Ella no lloró. Solo le acarició el pelo, como si se despidiera de algo que nunca recuperaría. Saludó al tren hasta que se perdió en la nieve. Y luego, en la nada.
Diez días después llegó una carta. De papel, con letra torpe. Javier escribía que estaba bien, que echaba de menos a Pelusín («el mejor gato del mundo»), que el cole era divertido. «Él me escucha, incluso cuando no digo nada», decía. Y al final, una frase:
**«Ahora sé dónde no se pierde a la gente».**
Elena la leyó una y otra vez, las manos temblorosas, como si sostuviera un tesoro. Miró por la ventana, donde la nieve caía despacio, cubriendo tejados y bancas viejas. Después sacó la lana. Había que tejer otro par de guantes. No para alguien en concreto. Por si acaso. Por si alguien necesitaba calor. Aunque aún no lo supiera.