– ¡No! ¡Sara viene con nosotros! ¡Es mi perro, mío! – La voz del niño temblaba por las lágrimas, pero también contenía desesperación. Ana nunca había escuchado a nadie gritar así. No era un simple berrinche – era un grito desde el corazón, lleno de dolor, un dolor que conocía demasiado bien a sus diez años de vida.
Se acercó con cautela y extendió las manos, pero Pedro se encogió en la cama. No quería escuchar. No quería entender que Sara ya no estaba.
Ana sabía qué hacer – solo esperar. Darle tiempo. No podía curar todas sus heridas en un solo día, pero podía estar ahí para él.
Esa noche, Pedro volvió a gritar.
Gritos ensordecedores, furiosos en la oscuridad… Alguien volcó una mesa – el ruido de platos rotos, gritos. El aire era pesado, impregnado de miedo y alcohol barato. Todo temblaba: las paredes, el suelo, el techo, el aire, su propio corazón.
Todo vibraba – por dentro y por fuera.
Pero de repente, algo grande y suave estaba a su lado. Lo calentaba, lo envolvía con delicadeza, como si quisiera protegerlo de todo aquel horror. Sus ojos, cerrados con fuerza por el miedo, poco a poco se relajaron. Quería dormir…
Y luego – de nuevo ruido. No había dónde escapar. Nadie que pudiera ayudar. Solo el suelo frío y sucio.
Miedo. Tanto miedo…
Un grito largo y desgarrador resonó desde la habitación infantil. Ana, apenas recuperándose, corrió hacia el niño.
Pedro yacía inmóvil, mirando al techo, su cuerpo entero temblaba. Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero no emitía ningún sonido.
– Estoy aquí, cariño, shhh… – Ana se sentó al borde de la cama y pasó suavemente su mano por su cabello despeinado.
No reaccionó. Como siempre.
La luz de la lámpara nocturna se reflejaba en sus ojos húmedos, pero su mirada seguía vacía.
Desde hacía un mes, Pedro vivía con ella y su esposo. Lo habían amado desde el primer momento, a pesar de que era reservado, asustado, como si esperara constantemente un golpe – aunque allí nunca recibiría uno.
Ana sabía lo difícil que era confiar. Lo difícil que era creer que las cosas podían ser diferentes.
– ¿Otra pesadilla? – preguntó suavemente, esperando una respuesta.
Pedro guardó silencio.
– Puedes contarme lo que quieras. Te entenderé.
Se giró hacia la pared y se cubrió con la manta hasta la barbilla. Otro intento fallido de acercarse a él.
Ana se quedó un poco más, le acarició el hombro y luego se levantó en silencio.
– No hay nadie aquí, solo nosotros. Que duermas bien, – dijo desde la puerta.
Silencio.
Pero después de un segundo…
– Ese es el problema…
Ana se detuvo en seco. Se dio la vuelta.
– ¿Qué dijiste, cariño?
Un leve sollozo vino desde debajo de la manta:
– No hay nadie aquí. Ya no tengo a mi perro…
Se acercó con cuidado. Pedro se limpió la nariz con la manga y empezó a hablar con timidez.
Era lo más largo que había dicho en un mes.
Le habló de Sara – la gran y dulce perra que siempre estuvo a su lado. Que lo protegía, lo calentaba, lo consolaba. Sara no tenía miedo de los gritos, no se escondía como él. Siempre se quedaba con él.
– Dormía con ella. Me protegía de… ellos, – Pedro titubeó. Nunca decía “padres”.
Ana guardó silencio. Solo escuchó.
– Y luego dijeron que ya no estaría, – su voz se quebró. – Y yo no pude salvarla…
El corazón de Ana se encogió de dolor. Era tan pequeño. Y ya había soportado tanto.
Ana se arrodilló junto a la cama y lo abrazó con fuerza, aunque él no lo esperaba.
– Lo siento… – susurró.
Pedro no respondió. Pero tampoco se apartó.
A la mañana siguiente, Ana llamó a David. Hubo un largo silencio al otro lado de la línea, luego él suspiró y dijo en voz baja:
– Creo que tenemos espacio para un miembro más en la familia.
Ese mismo día fueron al refugio.
Pedro no sabía a dónde lo llevaban. Se quedó malhumorado en el asiento trasero hasta que el coche se detuvo. Luego levantó la cabeza y vio el cartel.
– ¿Un refugio? – Su voz sonó sorprendida e insegura.
– Vamos a ver, – Ana tomó su mano.
No la apartó. Y una hora después, sentado en el suelo entre decenas de perros, de repente sonrió.
Frente a él estaba un perro esponjoso, con dulces ojos marrones. El animal se acercó con cautela y le lamió la mejilla.
Pedro contuvo la respiración por un instante.
Ana sintió el calor extenderse por su corazón.
Y esa noche, por primera vez en un mes, desde la habitación infantil no se escuchó ningún grito.
Solo la respiración tranquila de un niño acurrucado – y a su lado, un alma cálida y peluda.
**Donde hace calor.**