*Aquel lugar donde vive el silencio*
Esa noche, Lucía se despertó a las cuatro de la madrugada —como si alguien la hubiera arrancado del sueño de un tirón. La habitación estaba en silencio. Un silencio raro, que daba miedo. No se oía el tráfico de la calle, ni el ruido del frigorífico viejo, ni los pasos de los vecinos de arriba. Incluso el gato no maullaba pidiendo comida, ni rascaba la puerta. El aire en el dormitorio parecía espeso, pesado, como si todo se hubiera detenido a esperar algo. Dentro de ella, en el pecho, surgió una sensación— no era miedo, ni angustia… era vacío. Un vacío que zumbaba en los oídos, como el eco de un disparo en un cuarto cerrado.
Habían pasado exactamente cuarenta y nueve días.
Su marido había muerto. En silencio. Simplemente dejó de vivir. El corazón se detuvo en la parada del autobús, donde esperaba para ir al trabajo. Esa mañana se había levantado como siempre. Se ató los cordones, estornudó, se quejó de la tensión. Le dijo que compraría pan y algo para el desayuno. Ella no recordaba si la había besado al despedirse. Y entonces, el teléfono. La llamada del hospital. Una voz desconocida: «Lo sentimos, pero…».
Lucía nunca logró entender qué significaba “repentinamente”. Sin aviso. Sin una última conversación, sin tiempo para despedirse. Sin una pelea que luego pudiera perdonar. Solo silencio. Solo un punto final en una frase que no terminó.
Los primeros días aguantó. La gente vino, trajo comida, flores, folletos sobre el duelo. Todos decían que era fuerte. Y ella asentía. Mantenía la espalda recta, respondía con calma. Hasta que se quedó sola. Cuando los últimos visitantes se fueron, cuando la última sopa se enfrió, cuando ya nadie llamaba… llegó el Silencio.
Al principio era estridente, luego se volvió pegajoso. Cada sonido en la casa se hizo demasiado fuerte: el grifo que goteaba, el interruptor al apagarse, sus propios pasos. Hasta su respiración le sonaba ajena. Empezó a hablar sola— en voz baja, como para comprobar si todavía existía. O si solo era su reflejo en el espejo.
Al tercer día, reorganizó los platos. Al quinto, limpió las ventanas murmurando “como antes”. A la semana, intentó guardar algunas de sus cosas. Solo algunas. El resto no pudo. Dejó su camisa favorita, la que usaba los domingos para hacer tortitas. Dejó las zapatillas viejas que siempre dejaba tiradas, aunque ella le insistía en que las guardara. Las levantaba, las acercaba a la cara, inhalaba su olor. Y las volvía a dejar.
No lloró. Ni una lágrima, ni un sollozo. Como si su cuerpo no creyera lo que había pasado. Como si su mente siguiera esperando: ahora la puerta crujirá, habrá pasos en el pasillo— él ha vuelto. Pero sus manos seguían moviéndose mecánicamente: limpiando, planchando, cocinando, revisando el correo. Todo en espera. No de él. De sí misma. En un mundo sin él.
La vecina, doña Carmen, le traía empanadas. Cada vez le hacía la misma pregunta:
—¿Cómo estás?
Y ella no sabía qué responder. Porque “mal” sonaba poco, y “bien” era mentira. Simplemente *estaba*. Vivía por inercia. Como alguien rescatado del agua: respira, pero no se mueve. Mira, pero no ve.
Al mes, salió a la calle por primera vez. Sin rumbo. Solo caminó. El otoño llegaba— hojas mojadas, viento frío, charcos que reflejaban el cielo gris. En ese caos de calles y ruido de coches, sus sentidos despertaron: el olor a tierra mojada, los pasos de la gente, el frío del metal en un banco del parque.
En uno de esos bancos, había un niño. Tendría diez años, delgado, con un abrigo gris y una mochila a los pies. Alimentaba palomas. Ella se sentó en otro banco— ni cerca ni lejos. Minutos después, el niño la miró y preguntó:
—¿Se le murió alguien?
Lucía se quedó helada. Las palabras se atascaron.
—¿Por qué lo dices?
—Tiene los ojos callados— respondió él, simple. —Así miran los que ya no esperan, pero aún recuerdan.
Desde ese día, empezó a ir al parque. A la misma hora. El niño se llamaba Pablo. Siempre estaba allí, con sus palomas. A veces le hacía un gesto con la cabeza, como un adulto. Otras, solo se sentaba, jugando con envoltorios. Algunas veces le traía pipas. Otras, dibujaba en el suelo con un palo: barcos, casas, gente con ojos tristes.
No hablaban de lo importante. Y eso era lo más importante. Su silencio no pesaba, no asustaba. Era como un refugio, una manta tibia que entendía. Ambos sabían que las palabras podían lastimar. Donde duele de verdad, es mejor callar.
Pasaron dos meses. Lucía se rió por primera vez. Primero por un meme en internet. Luego porque Pablo imitaba a un profesor dando una clase sobre palomas. Después, en la cocina, sola. Se rió porque podía. Porque algo dentro de ella se movió.
Pero un día, Pablo no apareció. Ni ese día, ni el siguiente. Ella esperó. Se sentó en el banco, sosteniendo la piedra que él le regaló— lisa, con una línea blanca. Una piedra “para la suerte”.
A la semana, una mujer se acercó.
—Perdone, ¿usted es Lucía? Soy la madre de Pablo.
En sus manos llevaba una postal. Normal, infantil. Una casa, un sol, una paloma. Dentro, con letra torpe:
*«No está sola. Solo está callada. Eso es bonito».*
Lucía miró esas palabras y, de pronto— por primera vez— lloró. Sin freno. Sin vergüenza. No a gritos, sino suave, como la lluvia en el cristal. Como si se permitiera vivir. No sobrevivir. No existir. Vivir.
Y a la mañana siguiente, volvió a despertarse en silencio. La misma habitación. Las mismas paredes. Las mismas pausas entre los ruidos. Pero ahora sabía: en ese silencio no vivía el vacío. Vivía la esperanza.