Donde Habita el Corazón

Él vivía solo.

Su casa se alzaba apartada, un poco más allá del pueblo, tras una colina donde antes se extendía una calle con un nombre curioso: la Calle del Apéndice. Siete casas en semicírculo sobre la loma, como guardianes medio dormidos.

Cuando comenzó la migración rural, cuando la gente se marchó a la ciudad abandonando la tierra, olvidando sus raíces, la calle quedó vacía. Las casas se derrumbaron, las desarmaron para leña, se pudrieron… Solo una quedó en pie.

Sola. Como un diente arrancado que se niega a caer en la boca de una anciana centenaria.

Allí había vivido los últimos siete años Antonio Jiménez.

Aunque… para ser exactos, no estaba del todo solo. Junto a él estaba Canela, una perra negra con manchas blancas, patas cortas, una cola enroscada como un aro, orejas triangulares y ojos como carbones. Lo entendía todo, pero no hablaba. Una compañera de verdad. Una persona de verdad. Solo que en piel de perra.

En la ciudad, Antonio tenía familia. Una mujer fría, distante. Las palabras apenas les alcanzaban para un mes. Una hija adulta que antes se aferraba a él—sin él no daba un paso—y que ahora había desaparecido de su vida, como borrada de un plumazo. Un nieto había nacido, pero no se enteró por boca de su hija, sino por una vecina que se lo soltó de casualidad.

Cuando el corazón le dio un susto serio, el médico se limitó a levantar la mano:

—Necesitas silencio, naturaleza. ¿Tienes algún lugar así? Si quieres, te recomiendo un balneario.

Antonio pensó en la casa de sus padres. La respuesta fue sencilla:

—Sí. Allí está todo lo mío.

Se lo dijo a su mujer, formalmente. Ella se tocó la sien con el dedo: “Este se ha vuelto loco de remate.”

No discutió. Se fue solo.

Cortó las malas hierbas, renovó el tejado, reconstruyó el porche. Hizo una chimenea—llamó a un viejo amigo con el que de niño cortaban ortigas como si fueran bandidos—. La casa revivía. La casa respiraba.

Incluso creía oír, en algún rincón, el chasquido de la lengua de su madre y el gruñido de aprobación de su padre.

Blanqueó la chimenea, pintó el porche de rojo cereza, puso barandillas talladas. Una belleza.

Pasó el invierno. Calentó el alma. Ni su mujer, ni su hija—ni una llamada, ni una carta. Solo en primavera alguien dejó a Canela. Desde entonces, iban juntos.

En verano, el campo estaba lleno de vida. Por las mañanas, al bosque. Antonio con su cesta, Canela a su lado. Hablaban sin palabras. Antonio saludaba al bosque, como le enseñó su abuela: una reverencia, pidiendo permiso. Así se hacía: las palabras al viento no se lanzan, porque el viento se las lleva y la conciencia no las alcanza.

Antonio era callado. Quizá por eso no le funcionó la familia—demasiado silencioso, demasiado honesto.

Y así habría seguido. Pero un día, al pueblo llegaron… otros.

Vinieron. En coches caros, con papeles, con planes. Su terreno era el más bonito. Con vistas.

La casa estorbaba. La única que quedaba.

—Antonio, hombre, entiéndenos. Te damos un piso en la ciudad, una indemnización. Todo legal —decía uno con voz melosa, dándole palmaditas en el hombro.

Antonio apartó su mano. Lo miró fijamente:

—Esta es la casa de mis antepasados. Aquí nací. Aquí moriré. Este es mi lugar.

—Pues… si es así —la sonrisa se borró—, por las malas.

Tribunal. Papeles. Sentencia. La casa, a derribar.

Antonio no dijo nada. Pero sus ojos… cambiaron. No de rabia. No de derrota. Sino como si miraran desde otro tiempo. Donde la hierba llega a la cintura, donde la olla hierve en el fuego, donde su padre partía leña…

Una mañana, un tractor rugió frente a la casa. Al volante, un chico del pueblo. Joven.

Antonio salió. Sin ira. Sin palabras. Se sentó en el banco. Canela no se veía por ningún lado.

—Tío Antonio, lo siento… son órdenes… —el chico temblaba.

Antonio lo miró.

—Haz tu trabajo, hijo. Solo que sepas: bajo el porche está Canela, la perra que te sacó del río helado, ¿recuerdas? Hace cinco años. Primero a ella, luego a mí. Porque yo voy a entrar en la casa.

El chico palideció. Apagó el motor y se fue.

A los dos días, la gente del pueblo empezó a llegar. Con cubos, con palas. Entre ellos, el chico del tractor. Llamaron a la tele. Armaron escándalo. Salvaron la casa.

Cambiaron los planes. La carretera pasó por otro lado.

Ahora Antonio vive tranquilo. Colmenas. Miel. Canela a su lado, paso a paso.

Y de pronto… ella.

En la verja, con una maleta en una mano y la de un niño de cinco años en la otra. Detrás, un coche viejo, tan cansado como el camino que dejó atrás.

—Hola, papá… —Elena. Su hija. —Hemos venido. ¿Nos quedamos?

En silencio, abrió la verja.

El niño—Pedrito—se aferró a su madre. Nunca había visto a su abuelo. Antonio se agachó, lo levantó:

—Vamos al huerto. Mira esa manzana. Tírala suavemente.

Luego, la cocina. La casa olía a hierbas, a setas secas, a cera.

—Papá… perdóname. Estaba enfadada. Creí que nos abandonabas. Y luego… fui madre. Y lo entendí. He dejado a mi marido. No tengo adónde ir. Hemos venido. Si quieres, solo el invierno.

Lo abrazó. Como cuando era niña.

—Todo se arreglará. Quedaos.

Pasaron el invierno. En primavera, Elena tímidamente:

—Papá, me han ofrecido un puesto en el colegio… jefa de estudios. ¿Te imaginas?

—¿Irás?

—¿Y me compras una colmena? Una para mí. Doy biología, al fin y al cabo.

Solo sonrió. Esa noche, bajo el árbol, había una colmena nueva.

—¡Abuelo! —Pedrito brillaba. —¿Y para mí?

—Todo es tuyo.

En verano, el bosque. Canela, Pedrito. Elena en casa, dándole a la cal.

Regresan—la casa reluce. Ventanas limpias, marcos pintados, flores dibujadas en ellos. ¿Elena?

—¿Cuándo hizo todo esto?

Se acercan a la verja. Canela da vueltas alrededor de alguien…

—¡Abuelo! ¡Es la abuela!

Antonio se queda quieto.

—Hola, Antonio…

—Hola, Luisa…

—He venido… ¿Puedo?

Elena sonríe, apenada:

—Mamá vino sola. Arreglamos la casa y ella… pintó los marcos.

—Abuela, ¿tú hiciste los dibujos?

—Sí… —sonríe.

Por la tarde, toman té bajo el tilo. En silencio.

—Qué bien está aquí… —dice Luisa. —Me quedaría. Para lo que me queda. Allí es correr. Aquí… paz. Estoy cansada.

—Quédate, Luisa…

—¿De verdad?

No responde. Pero en sus ojos hay luz.

Yo soy Pedrito. Nieto de Antonio.

Vivimos aquí, en la tierra de nuestros antepasados.

Reformamos laLa vida sigue, lenta y dulce, como la miel de nuestras colmenas.

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