Donde el silencio reina

Me llegó la carta a finales de noviembre—un sobre desteñido, sin remitente, como si el viento lo hubiera arrastrado desde otro tiempo. El papel estaba áspero, seco, como guardado durante décadas en una caja olvidada del desván. Dentro, solo una línea escrita con letra pulida, casi anticuada:

*«Mamá te espera. La casa del olivo. El silencio no es el final.»*

Sentado con aquel papel entre las manos, Santiago sintió que sostenía un pedazo de la vida que él mismo había enterrado. Lo leyó una y otra vez, como si las palabras escondieran algo más. No temblaba por el frío—sino por algo que surgía desde lo hondo, de aquellos años en los que aún no era un extraño. No veía a su madre desde hacía seis años. Cinco sin hablar. Después de la muerte de su padre, el contacto se rompió como un hilo—de golpe y con dolor. Ni llamadas, ni cartas. Solo silencio. Un silencio obstinado, pesado como una losa. ¿Quién calló primero? Ya no importaba.

La casa del olivo no era un lugar cualquiera. Era la finca familiar en Jaén. Allí pasó su infancia: aprendió a nadar en el estanque, dio su primer beso en quinto de primaria, ayudaba a su padre con los clavos mientras este maldecía el tejado viejo. Su madre reía desde el porche, agitaba una escoba, recogía fresas silvestres y los domingos hacía buñuelos que olían a verano y a hogar. Ese aroma vivía en la galería, en la alacena antigua, en los tablones del suelo. Santiago no pisaba el lugar desde los veintidós años. Como si lo hubiera borrado.

Partió sin pensarlo. Solo subió al tren y miró por la ventana, recordando las notas que su padre dejaba en trozos de periódico—*arreglar la valla*, *comprar leña*. Algo se apretó en su pecho. Ni culpa ni miedo—algo más denso, como un nudo de años vividos.

La casa seguía allí, como esperándolo. Descolorida, desconchada, con la misma verja chirriante que siempre repelía a los forasteros. El olivo había crecido, sombreando medio patio. La puerta no estaba cerrada. Y el olor dentro—humo, madera vieja, hierba seca—le golpeó como un recuerdo.

Su madre estaba junto a la ventana. Un chal sobre los hombros, una taza entre las manos. El pelo blanco, el rostro más suave, pero la mirada… la misma. Reconocedora. Ni sorpresa ni reproche. Solo una calidez silenciosa en los ojos.

—Debes de tener frío—dijo ella—. Hay lumbre en el hogar. Sabía que vendrías.

En silencio, se quitó la chaqueta y la colgó del mismo gancho de siempre, como en su juventud. Fue a la cocina, se sirvió té. Su madre puso ante él un plato de magdalenas. Ese olor—limón, vainilla. Hogar.

—Aún están calientes—dijo—. Siempre te gustaron así.

Comieron en silencio. No por rencor, sino porque las palabras habrían sonado demasiado fuerte. El silencio era su idioma. No había reproche en él. Solo aceptación. Escuchaba su respiración. Y con cada inhalación, su corazón se aquietaba.

Limpió el polvo, trajo leña, arregló la puerta de la alacena. No por obligación, sino porque debía hacerlo—por él. Su madre tejía sentada, a veces lo miraba con una tranquilidad que lo decía todo: ya había pasado. Todo estaba perdonado.

Al tercer día, preguntó:

—¿Tú escribiste?

Ella negó con la cabeza.

—No. Pero sabía que entenderías.

—¿Entonces quién?

Sonrió levemente. Se encogió de hombros. Su mirada decía: *eso no importa*. Lo importante es que estás aquí.

Al anochecer, salió al porche. El aire era limpio, las estrellas bajas y grandes, el cielo profundo. Y el silencio. Ese mismo. No vacío. Vivo. Recordó las palabras de su padre: *En la ciudad todo es ruido. Aquí, se respira*. Antes no lo comprendía. Ahora lo sabía.

Permaneció allí un largo rato antes de volver. Su madre dormía en el sillón junto a la ventana, un chal sobre las piernas, un ovillo de lana en el regazo. Cerró la puerta sin hacer ruido.

Y por primera vez—no quiso irse.

Se quedó para el invierno.

En la casa del olivo. Donde todo calla. Pero todo sigue esperando.

*El silencio no es olvido—es el espacio donde el corazón encuentra su propia voz.*

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Donde el silencio reina