Donde el corazón se detiene: primera visita al pueblo

—¡No puedo más! —exclamó Lucía, tirando el bolso sobre el sofá—. ¡Quiero ir a la playa! Estar tirada como una foca al sol todo el día, y por la noche, de fiesta hasta el amanecer. Música, cócteles y ni una sola idea del trabajo.

Juan sonrió. Ya estaba acostumbrado a sus arrebatos. Lucía no era fácil: picarona, irónica, a veces un poco ácida, pero siempre auténtica. No fingía, no llevaba máscaras. Con ella, todo fluía con naturalidad. Y lo mejor: nunca había que aparentar ser quien no era.

Se conocieron hacía unos meses, y desde entonces, Juan respiraba con más calma. Sin silencios incómodos, sin falsedades. Solo comodidad y esa sensación de estar junto a alguien con quien quieres quedarte. Para siempre.

—¿Qué pasó hoy en el trabajo? —preguntó él, acercándose.

—¡Que ya está todo el mundo hasta las narices de mí! «Lucía haz esto, Lucía haz lo otro»… Como si no hubiera más nombres. Hoy por poco le suelto cuatro frescas al jefe. Si no me hubiera mordido la lengua, ahora estaría en el paro…

—Bueno, entonces te hace falta un descanso —rio Juan—. Podemos escaparnos, aunque no sea a la playa.

—¿Y adónde? Con suerte me dan un día libre. ¿De qué sirve un “vacaciones” de un solo día?

—¿Y si vamos al pueblo, a casa de la abuela? El aire es tan limpio que con una caminata ya descansas. ¡Y las empanadas! Recién hechas, humeantes…

—¿Al pueblo? —Lucía abrió los ojos como platos—. ¿En serio? Nunca he estado en un pueblo.

—¿Cómo que nunca?

—Pues eso. Toda mi familia es de ciudad. Ni siquiera he visto una vaca en persona. Solo en los tetrabriks de leche.

—¡Pues más razón para ir! No te imaginas lo genial que es. El río, la lumbre, las estrellas por la noche, la hoguera…

—Ay, Juan, ojalá tuviera tu entusiasmo. La verdad es que no me veo conquistando a tu abuela todavía.

—Qué pena. Mi abuela es un cielo. Te atiborrará de empanadas, té de menta… y caerás rendida.

—Bueno, si las empanadas son el argumento… —Lucía esbozó una sonrisa—. Vale, pero con una condición: si no me gusta, me compras un guardarropa nuevo. Porque con lo que me va a engordar tu abuela, no me cabe ni un alfiler.

Él se rió, y ella todavía no sabía si reírse o empezar a preocuparse.

El camino no fue fácil. Los últimos kilómetros el coche bailó sobre el camino de tierra lleno de baches. Pero Juan iba tranquilo. Lucía, en cambio, miraba nerviosa por la ventana, esperando ver gallinas agresivas, montañas de estiércol y vecinos que la miraran como a un bicho raro.

Pero no fue así. El pueblo era grande, cuidado, con sus calles asfaltadas, tiendas y hasta farolas. Ni rastro de vacas. En su lugar, niños descalzos, mujeres con el pelo bien peinado y hombres sentados en las puertas, charlando tranquilamente.

La abuela los recibió como si los hubiera esperado toda la vida. Abrazó a Lucía como si fuera suya, los sentó a la mesa y, ¡ay, la mesa! Llena hasta reventar: cocido, croquetas, chorizo, empanadas, gazpacho…

Lucía se quedó de piedra. ¿Dónde estaba esa abuela seria y callada que imaginaba? ¿Dónde quedaba esa vida rural que tanto le daba miedo?

Juan sonreía. Él sabía que sería así.

Después de comer, la llevó al río. Y allí, un cuento. El agua cristalina, niños chapoteando, familias haciendo paella al aire libre. Nadie discutiendo, nadie corriendo. Solo risas, el viento y el olor a leña quemada.

Esa noche, Lucía se durmió casi antes de tocar la almohada. La mañana la despertó con los rayos del sol —las cortinas de la abuela eran finas, casi blancas. Se levantó, se puso una chaqueta y salió a la calle. Y se quedó quieta.

El cielo se teñía de rosa, el sol asomando tras los campos. A lo lejos, mugían las vacas, cantaban los pájaros, olía a rocío, a tomillo, a tierra mojada. Todo respiraba paz. Lucía se quitó las zapatillas y pisó la hierba húmeda. Se quedó ahí, en silencio. El alma se le limpiaba.

—Te había perdido —dijo Juan desde atrás.

—Me desperté… Salí. Aquí todo es tan tranquilo, tan ligero… Nunca me había sentido así.

—¿Te gusta?

—Mucho. ¿Volveremos?

—Claro. Una y otra vez.

Lucía lo abrazó con fuerza. Dentro le latía una felicidad nueva. Ya no quería ir a la playa. Había encontrado su paz justo aquí. Y sabía que volvería —una y otra vez— a este lugar donde hasta el aire sabe a vida.

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