¿Dónde buscar ayuda si tu hija te odia?

—Hay que quejarse a alguien de mi hija—murmuraba Carmen, tumbada en el sofá desgastado, cubriéndose el rostro con una mano—, para que alguien le explique que hay que respetar a una madre. Alguien. Cualquiera…

La habitación estaba sumida en una penumbra gris. El olor a vino caducado, platos sucios y aire enrarecido se impregnaba en el empapelado y las paredes. Carmen no podía levantarse—le retumbaba la cabeza como si llevara un tren atrapado en el cráneo, y cada parada del mismo venía acompañada de náuseas. ¿Dónde se había quedado dormida? ¿Cuándo? No lo recordaba. Tampoco recordaba en qué momento de la noche anterior había agarrado la botella ni adónde habían ido a parar las últimas horas.

Volvía a estar sola.

Lucía odiaba a los borrachos.

No era un simple desagrado. Era odio, profundo y antiguo, como la raíz de un árbol viejo que se había extendido por cada célula de su cuerpo. Desde niña, desde aquellas noches en las que el piso se convertía en algo parecido al infierno: su madre, tambaleándose, entraba dando un portazo, erraba al buscar el interruptor, se agarraba a las paredes. A veces—se caía. Otras—se dormía en la entrada, sin llegar a la cama.

Una vez, Lucía encontró a Carmen tendida en el portal, con la cara en el barro. Tenía siete años. Siete años—y ya sabía lo que era la vergüenza. Lo que era el olor a alcohol, las miradas de los vecinos, las burlas de sus compañeros:
—Lucía, ¿tu madre está hoy en la cuneta o bajo la mesa?

Aprendió a contener las lágrimas. Aprendió a esconder los platos rotos, a juntar las botellas vacías en bolsas y tirarlas donde nadie la viera. Lucía fregaba el suelo cuando su madre ni siquiera podía levantarse. Lavaba, limpiaba, cocinaba—porque, de otra forma, era imposible vivir. A los diez años ya sabía cómo quitar las manchas de vino de la alfombra y limpiar el vómito de la pared.

Cada noche era una prueba. Su madre hablaba sola, gritaba, lloraba, estrellaba frascos contra la pared, se desplomaba. Y Lucía se quedaba sentada en la oscuridad, abrazando una almohada, inmóvil. Sin respirar. Esperando. Para no provocar, no enfurecer, no llamar la atención. Porque su madre borracha podía ser de muchas formas. A veces lloraba, a veces gritaba, y a veces—pegaba.

Lucía creció. Se fue en cuanto pudo. Ingresó en la universidad, trabajaba por las tardes para alquilar una habitación. Luego conoció a Adrián. Callado, seguro. Se casaron. Nació su hijo—Mateo. Y Lucía se hizo una promesa:
—Mi hijo nunca me verá borracha. Nunca tendrá miedo de los pasos en el pasillo. Nunca tendrá que limpiar el suelo por mí.

Protegía a su hijo como podía. Silencio, calidez, pan recién hecho, cuentos por la noche y sábanas limpias con aroma a lavanda. Todo lo que ella no había tenido.

Con su madre casi no hablaba. Solo breves conversaciones, siempre contenidas. Y solo cuando Carmen pasaba por sus momentos “lúcidos”. No quería dejarla entrar en su vida. Ni un paso.

Pero Carmen—no lo entendía.

Cada mañana comenzaba con dolor de cabeza y maldiciones. Refunfuñaba, insultaba, tropezaba por el piso. A veces despertaba en el suelo de la cocina, entre colillas, ceniceros y un plato con grasa reseca. Otras—en el sofá, sin recordar cómo había llegado allí.

A veces—entre lágrimas, con rencor:
—¡Qué desagradecida! Yo la parí, pasé noches en vela, y ella huyó como una rata. Ni una llamada, ni una visita. Y no es una extraña, es mi hija…

Otras, furiosa, lanzaba un vaso contra la pared y gritaba para que todos la oyeran:
—¡Egoísta! ¡Cree que puede borrar a su madre como un error! ¡Cuando me muera, ni se enterará!

A veces—lloraba. En silencio. Amargamente. Porque lo sabía. Sabía que todo lo había destruido ella misma. Que cada “solo una más” lo había cambiado por el cariño de su hija. Que había intercambiado el amor por litros. Y sabía que ahora era tarde.

A veces Carmen intentaba recordar cuándo todo se torció. ¿Tras la muerte de su marido? ¿Tras perder el trabajo? ¿O antes—cuando decidió que una copa por la noche “para relajarse” era normal?

Ahora vivía sola. Sin familia. Sin su nieto. Con una botella y fotos viejas.

Abría el álbum cubierto de polvo como capas de tiempo. Miraba a Lucía—pequeña, con su lazo, ojos llenos de confianza. Luego—a sí misma. Joven. Antes de que todo se desmoronara.

Y en sus ojos aparecía algo parecido al miedo.
—¿Qué he hecho…?

Pero casi siempre—era la rabia la que despertaba.
—¡Es MI hija! ¿Por qué no me cuida? ¡¿Por qué estoy sola y ella vive como si nada?!

Entonces, Carmen agarraba el teléfono para llamar a “algún organismo” y quejarse:
—¡Que la obliguen a respetar a su madre! ¡Tiene que haber alguna ley! ¡Al fin y al cabo, soy su madre!

Pero al final… colgaba. Se levantaba del sofá. Y caminaba hacia el mueble donde guardaba la botella a medio terminar. Porque era más fácil olvidar que aceptar la verdad.

Lucía sabía que su madre estaba sola. Que bebía. Que podía morir un día en su piso vacío, sin que nadie la encontrara. Pero su corazón hacía tiempo que se había consumido. Solo quedaba ceniza fina. Ese dolor que cargó toda su vida le enseñó algo—salva primero tu propia vida. Y si alguien te arrastra al fondo—suéltalo. Aunque sea tu madre.

Porque a veces, el respeto no es algo que se exige. A veces, hay que ganárselo. O no perderlo. Pero si se perdió—ya no hay vuelta atrás. Por mucho que se quiera.

Y ya no queda nadie a quien quejarse.
Nada ni nadie.
Porque todo lo rompiste tú. Con tus propias manos. Con tus botellas. Con tu silencio, cuando debiste decir: perdón…

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