Don Fernando Ruiz salió a la terraza, apoyándose en su bastón de madera.

Don Fernando Ruiz salió al balcón apoyándose en su bastón de madera. El aire olía a azahar y a salitre. Detrás de él estaba la doña Isabel, erguida, con un delicado colgante al cuello y aquella mirada helada de quien ha aprendido a ocultar el dolor.

Perdón, señor dijo ella con voz serena y gélida. No repartimos limosnas. Si necesita ayuda, acuda a la iglesia.

El hombre en la silla de ruedas alzó la vista lentamente. Sus ojos, profundos, cansados pero bondadosos, se cruzaron con los de ella. Isabel se quedó inmóvil por un instante; algo en aquella mirada le resultó familiar.

No vengo por dinero, señora murmuró. Solo quería verle, una sola vez.

La criada intentó cerrar la puerta, pero Isabel levantó la mano.

Déjala entrar.

El salón exhalaba cera y café. El suelo de mármol relucía bajo las lámparas.

Don Fernando avanzaba con la silla como si cada movimiento pesara una vida.

¿Ha servido en el ejército? preguntó, sombrío. ¿O fue un accidente?

Fue un accidente de obra respondió él con calma. Parálisis. Un viejo pescador me encontró cuando era niño. No recordaba nada solo un nombre grabado en mi pulsera.

Isabel se inclinó ligeramente, la curiosidad asomándose en su voz.

¿Y por qué ha venido hasta aquí?

Leí en los periódicos una vieja crónica sobre un niño desaparecido. Su hijo. Yo también tenía ocho años entonces, en la misma fecha, en el mismo lugar respiró. Tal vez el destino se esté burlando de mí.

Don Fernando la miró con sospecha.

¿Quiere decir que es nuestro hijo? el tono se volvió punzante. No es la primera vez que llegan impostores con esa historia.

No busco dinero, señor. Ni reconocimiento. Solo quería saber si aún cabe espacio en su corazón para ese niño.

Sacó de su regazo un pequeño fajo y lo abrió. Dentro había una pulsera oxidada con la inscripción Alejandro riscada.

Isabel cubrió su boca con la mano. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

No no puede ser susurró. Lo enterramos

Un ataúd vacío dijo él en voz baja.

Don Fernando se levantó de un salto.

¡Basta! gritó. ¡Apártense! ¡No saben por lo que ha pasado esta familia! ¡No permitiré que vuelvan a abrir esas heridas!

Fernando intentó detenerlo Isabel.

¡No! sacudió su bastón contra el suelo.

Don Alejandro inclinó la cabeza.

Perdón. Evidentemente me equivoqué.

Giró la silla y salió despacio. Solo el crujido de los neumáticos resonaba en la enorme casa.

En el patio se detuvo junto a la fuente. Sacó un sobre marcado Para la doña Isabel Ruiz y lo dejó sobre la banca de piedra.

No se percató de que, desde una ventana, lo observaba una jovenLidia, la hija de Isabel.

Cuando él se marchó, Isabel abrió el sobre.

Dentro había imágenes: la tragedia, la orilla donde alguna vez se había avistado la silueta sucia y temerosa de un niño con una pulsera al brazo.

También había una nota:

«No busco perdón. No quiero nada. Solo quería que supieras que sigo vivo. Y que vosotros dos fuisteis mi único sueño.»

Isabel lloró en silencio.

Fernando murmuró. Es él. Reconozco esos ojos.

Coincidencia cortó él. No dejaré que ese hombre arruine nuestras vidas.

¿Qué vida, Fernando, si está construida sobre mentiras? replicó ella suavemente.

Dos días después, Lidia se dirigió a Almería.

Lo encontró en el puerto, arreglando redes. Él no la miró, solo dijo:

No debías venir.

¿Pensabas que no reconocerías a tu hermano? repuso ella.

Alzó la vista. Aquellos ojos, idénticos a los de su madreclaros, firmes, inquebrantables.

No quise interponme. Tenéis vuestra vida. Yo solo soy un forastero.

Lidia se arrodilló junto a la silla, tomó su mano.

Todos somos extraños hasta que decidimos volver a casa.

Don Alejandro no aguantó más. Las lágrimas que había retenido años atrás brotaron por su rostro.

Cuando volvieron a Sevilla, Isabel los aguardaba frente a la puerta.

Fernando está en el hospital dijo. Quiere verte.

En la habitación del hospital, su padre yacía pálido y agotado. Al verlo, quitó la máscara de oxígeno.

Fui un cobarde dijo con voz temblorosa. Temía que hubieras venido por venganza. Pero solo buscabas amor.

Don Alejandro tomó su mano.

Solo quería regresar a casa.

Fernando sonriópor primera vez en años.

Bienvenido, hijo.

Una semana después, la casa de los Ruiz volvió a resonar con risas.

Del balcón se escapaba el perfume del café y de los almendros tostados. Isabel colocó la pulsera oxidada en un marco de cristal.

En el jardín, Alejandro reparaba la vieja barca que había traído de Almería.

¿Por qué la trajiste? se rió Lidia.

Porque me recuerda que el mar no lo quita todo. A veces lo devuelve, si tienes paciencia.

En la puerta apareció Fernando, apoyado en su bastón.

La familia no es lo que permanece dijo en voz baja. Sino lo que no dejas que se vaya.

Alejandro los miró y asintió. Sabía que el camino había terminado.

Al anochecer, tras quince años, susurró una oración que parecía un canto:

En casa al fin en casa.

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MagistrUm
Don Fernando Ruiz salió a la terraza, apoyándose en su bastón de madera.