Domesticar al Esposo: Un Relato Intrigante

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Tras una estancia en el hospital del barrio de Chamberí, Almudena se sentía mucho mejor y tenía pensado retomar sus quehaceres desde primera hora. Pero al despertar se topó con una inesperada protesta interior.

Su marido, Alejandro, ya estaba estirando los miembros con toda su energía. Deportista de corazón, incluso jubilado no ha abandonado la rutina de ejercicios matutinos para aliviar las articulaciones. Cada día arranca con una serie de movimientos para evitar dolores.

Almudena, por su parte, corría a alimentar a su gataMia y a su perroChispa, a limpiar la caja de arena y a recoger los rastros de asaltos nocturnos que los cuatropatas dejan en el recibidor y la cocina. Después, salía a pasear a Chispa.

Al mediodía y al atardecer solían prolongar la caminata, ya acompañados por su hijo Luis, disfrutando de la tranquilidad del Parque del Retiro. Pero esa mañana, mientras Alejandro se dedicaba a su fisioterapia, Almudena tenía que apurar bastantes cosas.

Se lanzó a preparar el desayuno tradicional, sencillo pero contundente: requesón con miel y frutos secos, o bien tortitas de queso que alternaban con tortillas, huevos fritos o pasados por agua. Almudena consideraba esa prisa matutina como su exercicio de cardio, aunque los médicos del hospital, al enterarse de su rutina, insistieron en que necesitaba ejercicios reales, que ninguna faena doméstica puede sustituir.

Alejandro, tras terminar su serie de articulaciones, se ponía a hacer la cama, quejándose de que eso no es cosa de hombres y que todo el peso del hogar recaía sobre sus hombros. Dos veces por semana se encargaba de la colada, aspiraba el suelo y, a veces, murmuraba que Almudena nunca hace nada bien. Finalmente se lavaba los platos del desayuno, convencido de que así estaba ayudando al máximo.

Después del desayuno, Almudena cocinaba el almuerzo y luego se ponía delante del ordenador. En su jubilación hacía pequeños trabajos extra, sin querer contar cada céntimo. Alejandro veía esos curros como una pérdida de tiempo y consideraba que gastar en cosas nuevas era un derroche, sobre todo cuando ya tenían armarios repletos.

Almudena, como de costumbre, cedía a su marido y no discutía. No le importaba la ropa; Alejandro siempre la halagaba por lo bien que se veía en comparación con sus compañeros de edad, y ella no objetaba cuando él compraba el tercer taladro o cualquier otro capricho que surgiera de sus graciosas ganancias.

Todo cambió cuando una enfermedad inesperada la tumbó de un golpe. Un día, al ir a la tienda del barrio, se desmayó en la calle. La ambulancia la llevó al Hospital Universitario La Paz, donde los médicos, al ver sus análisis, apenas podían creer que una persona pudiera moverse por sí misma; sus valores estaban por debajo de la norma.

Incluso Alejandro se quedó helado al verla pálida bajo la sonda, y después le costó seguir con las tareas domésticas, sorprendido de lo mucho que había que hacer. Por supuesto, aguardaba con impaciencia el alta de su querida esposa, pues la quería de verdad y le dolía verla así.

Los primeros días siguió la orden médica de reposo. Alejandro la cuidaba y, entre risas, le preguntaba:

¿Y cómo te sientes, Almudena? ¿Mejor? ¿No muy bien? Te ves menos pálida, eso sí.

Y bromeaba:

No te tumbes demasiado, que luego no aprendes a caminar. Ya sabes, estar tirada mucho también es malo. Es hora de volver al ritmo de siempre…

Almudena aceptaba algunas cosas, pero no todas. Al despertarse esa mañana no sintió la urgencia de lanzarse al torbellino de tareas del hogar. Observó a Alejandro, concentrado en sus ejercicios, esperando que ella también empezara con sus quehaceres.

Por primera vez en mucho tiempo no vio al marido cuidadoso, sino a un hombre que, sin percatarse, quería volver a cargarle una carga imposible. ¡Y sintió un protestón interno!

Recordó las palabras del médico, dichas con esa voz preocupada que ahora le resonaba como una campanilla:

No piensas en ti, y eso se les ha enseñado a los maridos.
Creen que todo les sale fácil, que nunca se cansan.
¿Y tú, que siempre lo haces con una sonrisa y sin quejarte?
¿Te han traído en ambulancia con anemia, tus cifras son tres veces menos de lo normal, y aún así quieres seguir viviendo?

En el hospital, le pusieron la succión de inmediato y le hicieron cinco transfusiones de sangre hasta normalizar los análisis. Era la primera vez que recibía sangre; al ver el tubo translúcido que entraba en su vena, pensó:

Vaya, me han puesto sangre de cinco desconocidos. Me han salvado la vida. ¿Y ahora hay algo ajeno dentro de mí? ¿Cambiará eso algo?

Parecía que esos pensamientos no surgían por casualidad.

Al volver a casa, Almudena se dio cuenta, con cierta sorpresa, de que ya no deseaba seguir complaciendo a su marido a capa y espada. Sí, ama a Luis y él también la quiere. Alejandro, aunque se queja, hace cosas que otros hombres jamás harían. Pero siempre se hace notar, sobrevalora sus actos y subestima los suyos.

Antes lo tomaba con paciencia, siempre amable. Ahora algo había cambiado. Le apetecía dedicarse a sus viejas aficiones: por fin tocar el piano que llevaba años acumulando polvo, o a lo mejor alguna otra pasión que aún no había descubierto.

Se puso en pie y, pensativa, empezó a hacer ejercicios junto a Luis. Alejandro, sin poder contener la sorpresa, exclamó:

¿No te han operado de nuevo? ¿Te has puesto a cuidarte a los veintisiete, Almudena? Ya estás perfecta, ve a alimentar a la gata y al perro, y prepara el desayuno, que tengo hambre.

El médico me lo ordenó respondió Almudena con una dureza inusual. Dijo que sin eso no aguantaría mucho. ¿Quieres que me muera?

Alejandro se quedó boquiabierto ante su franqueza. Luis, por su parte, creyó que aquel impulso pasarían pronto, que el hospital le había jugado una mala pasada. No protestó cuando Almudena, tras su rutina, le dio la orden:

Ahora yo alimento a Mia y a Chispa, y tú sales a pasear al perro. Yo preparo el desayuno, así va más rápido

Almudena se sorprendió de lo rápido que Luis aceptó. Dentro de ella surgía una extraña energía, más bien cinco energías, que le decían que tenía derecho a botar la ropa vieja y comprar ropa nueva, porque ella misma la había ganado.

Le decían que debía ejercitarse, volverse deportista y, de paso, volver a tocar el piano. Contó cinco decisiones claras y, con un temblor, se dio cuenta:

Exacto, me transfundieron sangre de cinco personas. Esa fuerza y valentía para dar pasos concretos viene de ellos. Dicen que al trasplantar un corazón se heredan gustos, recuerdos o talentos. No es casualidad que quien sobrevive a una operación grave descubra habilidades que antes no tenía.

Al mirar a Alejandro, ya no había sumisión, sino una confianza nacida tanto de las palabras del médico como de esa energía palpable. Vio cómo Alejandro intentaba entender el cambio, cómo su mundo, donde ella siempre había sido la mujer tranquila y servicial, empezaba a desmoronarse.

Sabes, Luis dijo sin miedo, creo que entiendo por qué siempre decías que no hacía nada. Simplemente no lo veías. No veías cuánto me esforzaba, cuánto me agotaba, cuánto hacía por ti. Ahora lo verás. Así que no te sorprendas si desaparezco los vestidos y abrigos viejos y me compro otros. Y sí, volveré a tocar el piano; ya te reíste de que me gradué en música, pero aún sé tocar el Vals del perro y una Zambra. ¡Escucha!

Abrió la tapa del piano, puso los dedos en las teclas y, para su sorpresa, surgió una melodía bonita, olvidada pero familiar.

Alejandro la miraba embobado y murmuró:

Almudencita, ¿cómo lo haces? No sabías tocar te has convertido en otra persona.

Su rostro mostraba una mezcla de perplejidad y, quizá, un leve temor. Estaba acostumbrado a una Almudena, y delante de él había otra: más fuerte, más decidida. Ese cambio le resultaba inexplicable y un poco aterrador.

Almudena sonrió. Ya no era la sonrisa tímida y disculpadora, sino una verdadera sonrisa llena de anticipación. Sentía cómo dentro suyo ardía una llama encendida por esas cinco chispas de vida, y esa llama le prometía no solo sobrevivir, sino vivir de verdad.

Vivir plenamente, con espacio para sí misma y sus deseos. Quizá, incluso, una forma de amor más sana con su marido, basada en respeto mutuo y no en su autonegación.

No sabía quiénes eran esas cinco personas que le donaron sangre, pero parecían fuertes y talentosas. No solo le salvaron la vida, sino que ahora le daban una vida plena y feliz.

Alejandro la miraba, admirado, y pensó que no había necesidad de preguntar por qué había pasado todo eso; lo importante era comprender el sentido de la prueba y reconocer que a veces los problemas llegan para recordarnos lo preciosa que es la vida.

Qué maravillosos son la primavera, el invierno, el barro y el hielo. Cada día es un milagro: el cielo, el primer y último rayo de sol, la sonrisa de los seres queridos, su apoyo y también sus debilidades, porque al fin y al cabo todos somos humanos

Y si el marido quejumbroso empieza a refunfuñar, tal vez sea hora de atarle una correa, a ver si recuerda que también es hombre

Mientras podamos, vivamos a tope y valoremos todo lo que tenemos, porque si no, no hay nada que nos quede.

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