Dolor en la memoria, imposible de olvidar

**Duele recordar, es imposible olvidar**

Abril había regalado días cálidos, pero a principios de mayo el frío regresó de golpe, incluso nevó un par de días. Se acercaban las fiestas y los largos días de descanso.

—He decidido ir a visitar la tumba de mamá. Hace mucho que no voy —le dijo María a su hija la noche antes del viaje.

—¿Te quedarás mucho? ¿Vas a alojarte con familiares? —preguntó Alba.

—Familiares… —María hizo una pausa—. Mamá murió joven. No recuerdo a mi padre. No tuve hermanos. Me quedaré con mi prima. Vive en nuestro piso. Quería avisarla, pero no guardé su número. O quizá ni siquiera lo tenía. No creo que se vaya de viaje. En realidad, pensaba ir y volver el mismo día —respondió María.

—¿Puedo ir contigo? Nunca he estado en tu pueblo.

—Pensé que tendrías planes, por eso no te lo propuse. Vamos juntas. Será más divertido —María sonrió—. Tú viviste allí hasta los tres años. ¿No te acuerdas?

—No —Alba negó con la cabeza, pensativa.

—Nina vino a vernos una vez. Ya eras mayor. Cuando supo que no pensaba volver al pueblo, me pidió quedarse en nuestro piso. Siempre soñó con escapar del campo. Yo la ayudé con el papeleo. Si no damos tiempo, nos quedaremos con ella.

A la mañana siguiente, fueron a la estación. Mientras esperaban el autobús, María miró a su alrededor. Reconoció algunas caras, pero nadie se acercó. Y ella tampoco habría sabido bien quiénes eran. El autobús se llenó rápidamente, casi sin asientos libres.

—¿Estás nerviosa? Es un reencuentro con el pasado, con los recuerdos —preguntó Alba, inclinándose hacia su madre cuando ya estaban sentadas.

—El pasado no siempre es luminoso y alegre. Hubo cosas de las que no quiero acordarme —suspiró María.

—¿Te refieres a papá?

—A él también. Mejor no hablemos de esto ahora —cortó María, más seca de lo necesario.

—Vale —Alba se reclinó en el asiento y miró al frente.

El autobús arrancó, dejando atrás la ciudad que María aún consideraba suya. El rumor constante del motor adormecía. La cabeza de Alba cayó sobre su hombro: se había dormido.

María le envidiaba. Observaba el bosque que pasaba tras la ventana. Por más que lo intentó, no pudo descansar. Demasiados nervios. Tantos años guardando esos recuerdos en lo más profundo, y ahora volvían, arruinando su paz y haciéndola dudar de su decisión de regresar al pueblo de su juventud…

***

El sol de la tarde acariciaba los rostros de las dos amigas sentadas en el balcón.

—Mañana el último examen y… ¡libertad! Presentaremos los papeles para la universidad y a esperar. Activamente —añadió Elena—. Dormiremos, nadaremos, pasearemos, haremos lo que queramos.

Marisa se balanceaba en la silla, con las manos bajo los muslos.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? Estás pálida —preguntó Elena, preocupada, mirándola fijamente—. O es que…

—¿Qué? —Marisa contestó brusca, sin mirarla.

—Tú sabes. —Elena no apartaba la vista—. Las chicas murmuran que tú y Nicolás… —no terminó la frase.

Marisa dejó de balancearse y se quedó quieta. Elena la observaba con curiosidad.

—No digas tonterías. No hay nada entre Nicolás y yo. Vamos, entra, que mamá llega pronto y si ve que no estudiamos, se enfadará. —Marisa entró en la cocina a través de la puerta abierta.

La cerradura chirrió: era su madre, llegando del trabajo. Al ver a su hija con su amiga, preguntó sin saludar:

—¿Habéis estudiado todo? ¿Estáis preparadas para los exámenes?

—Hola, tía Laura. Sí, hemos repasado juntas —Elena se abrió paso hacia la puerta—. ¿Me voy? —dijo, mirando intensamente a Marisa.

—Vete, vete —suspiró la madre, llevando la bolsa de la compra a la cocina.

Marisa la siguió.

—Estás pálida. ¿Te encuentras mal? —preguntó su madre, abriendo la nevera—. ¿No has comido nada?

—No tengo hambre. Hace calor. Voy a estudiar —dijo Marisa, yéndose a su habitación.

En la fiesta de graduación, Marisa se fue temprano. El calor le revolvía el estómago. Se quedó sentada en un banco de la plaza hasta que el frío la venció.

—¿Por qué has vuelto tan pronto? —su madre dejó el tejido, preocupada.

Marisa se sentó junto a ella.

—¿Ha pasado algo? —preguntó su madre, alarmada.

El vestido rosado de fiesta acentuaba su palidez.

—Mamá, estoy embarazada —soltó Marisa, sin atreverse a mirarla.

—¿Qué? ¿Cómo… Nicolás? Sabía que esas salidas al cine os traerían problemas —su madre se llevó una mano al pecho.

—No es Nicolás. —Marisa se mordió el labio hasta hacerse daño.

—¿Entonces quién? ¡Dios mío! ¿Te…? —su madre no terminó, jadeando—. ¿Por qué no me lo dijiste? Había que denunciarlo…

—No sabía. Tenía miedo. Todo el mundo lo habría sabido, habrían señalado… Mamá —su voz temblaba.

Su madre la abrazó.

—Hay que ir al hospital, hacer algo. ¿De cuánto estás?

—Ya fui —susurró Marisa—. Me dijeron que soy Rh negativo, que es peligroso. Y ya es tarde.

—Dios mío… —su madre cerró los ojos—. Bueno, un bebé no es una enfermedad. Lo superaremos. Pero dime, ¿quién es?

Marisa se apartó.

—No. Lo odio. Si piensas obligarlo a casarse conmigo, prefiero tirarme al río.

—¿Qué estás diciendo?

Lloraron y hablaron hasta el amanecer. Decidieron que Marisa no iría a la universidad ese año. Se mudaría a la capital, encontraría trabajo, su madre la ayudaría con el alquiler…

Así fue. Marisa se fue, trabajó como auxiliar en un hospital. Su madre la visitaba los fines de semana.

Un día, la jefa de planta notó su barriga y la llamó a su despacho. Marisa lo contó todo, suplicando que no la despidieran.

—No deberías cargar peso. ¿No tienes marido? Lo imaginé. Pero no puedo dejarte en la calle. Te cambiaré a admisión. ¿Puedes?

Marisa asintió, tragando lágrimas. A finales de octubre nació Alba. Su madre la esperó a la salida del hospital.

—Vamos a casa. He comprado de todo. La tía Nina ayudó, la abuela. Nadie te juzga. Los demás… Tienen sus propios problemas. Hablarán y se olvidarán. ¡Mira qué hermosa es! Parece una Albita.

Marisa regresó a su pueblo con temor. Vio a Sergio un par de veces paseando con el carrito; siempre apartaba la mirada. Pero él ni la reconoció ni la recordó, pasando de largo. Un año después, Marisa empezó la universidad a distancia.

Cuando supo que su agresor se había casado (vio la sesión de fotos en el parque), aunque no se tranquilizó del todo, dejó de estremecerse al verlo.

—Mamá, no me convenzas, no puedo quedAlba sonrió al ver cómo su madre dejaba caer las últimas flores sobre la tumba de la abuela, y en ese instante, María entendió que el amor por su hija era más fuerte que cualquier recuerdo doloroso.

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