¡Doctor, hable claro!

**Diario de una sorpresa inesperada**

«Doctor, dígamelo de una vez. Ya no puedo esperar más». El tono de Lucía temblaba, y sus dedos se aferraban con tanta fuerza al borde de la mesa que los nudillos se volvieron blancos.

El hombre tras el escritorio alzó la cabeza lentamente. La luz de la lámpara se reflejó en sus gafas, ocultando la expresión de sus ojos. Dejó el bolígrafo sobre la mesa y respiró hondo antes de hablar.

—Catorce semanas de embarazo—dijo con voz serena, como si anunciara el pronóstico del tiempo.

Lucía se quedó inmóvil. El aire pareció escaparse de sus pulmones. Sus labios se movieron, pero no salió sonido alguno.

—¿Cómo…? —susurró por fin, sintiendo un nudo en la garganta—. Eso no puede ser…

—Sí puede—respondió el médico, cubriendo el expediente con la mano mientras la observaba con atención—. ¿De verdad no lo sospechaste?

Lucía Valverde, una mujer esbelta de 45 años con cabello castaño corto y unos ojos verdes cansados pero todavía brillantes, nunca imaginó que terminaría en el consultorio de un ginecólogo de la Clínica Esperanza.

Siempre había sentido una profunda aversión por los hospitales. El olor a desinfectante, el metal frío del estetoscopio, las batas blancas de los médicos… todo le recordaba la maternidad que, creía, nunca conocería. Sin embargo, su médico de cabecera en la clínica del barrio de La Alameda no le dio opción:

—Necesitamos hacer un chequeo completo, Lucía. A tu edad no podemos descuidar la salud.

Y allí estaba, en un consultorio sofocante, con carteles sobre salud femenina, donde cada crujido de papel sonaba como una sentencia.

—Pero… ¿Cómo? —Lucía se llevó las manos a las sienes, intentando ordenar sus pensamientos—. Diego y yo… ya ni siquiera…

El doctor se inclinó hacia adelante, cruzando las manos sobre la mesa.

—A veces sucede así. Felicidades—dijo, con una sonrisa casi imperceptible.

Lucía cerró los ojos. «Tengo cuarenta y cinco. Casi soy una abuela. Y ahora…». Exhaló despacio y, sin darse cuenta, las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.

—¿Qué opciones tengo? —preguntó, levantándose de golpe y aferrando su bolso con tanta fuerza que la correa de cuero le marcó la mano. Su voz temblaba, pero no de miedo… de rabia—. ¿Me está diciendo que… que debería deshacerme de él?

El médico se recostó en la silla, como si su tono lo hubiera repelido.

—Solo debo informarte de todas las posibilidades—murmuró, hojeando rápidamente su expediente—. Riesgos médicos, complicaciones por la edad…

—¡Mi hijo no es un «riesgo médico»! —Lucía abrió bruscamente el armario donde colgaba su abrigo—. Quiero otro médico. Uno que no vea esto como… un error.

El doctor arqueó las cejas, pero solo le extendió un papel con los resultados.

—Como prefieras. Pero al menos lleva las vitaminas, para…

—Gracias—cortó ella, guardando el papel en el bolso sin mirarlo—. He esperado 25 años, no necesito pastillas.

La puerta se cerró con tanta fuerza que las enfermeras en el pasillo se sobresaltaron.

Su móvil se quedó sin batería justo cuando marcaba el número de Diego. «Qué simbólico», pensó con ironía, viendo la pantalla en negro.

«Nuestras bodas de plata son dentro de un mes… y ahora esto. ¿Cómo se lo digo?».

Cerró los ojos y recordó esos años de intentos fallidos: hospitales interminables, viajes al balneario de La Sierra, donde el aire olía a pino y a esperanza, incluso aquella vez que fueron a ver a una curandera en las afueras de Toledo. «El hijo llegará cuando dejen de esperar», les dijo la mujer, masticando no sabía qué hierbas. Diego y ella se rieron en el coche… y ahora…

—Dios mío—susurró Lucía, riendo entre lágrimas mientras se llevaba las manos al vientre—. Si ya habíamos reservado los vuelos a Grecia para el aniversario…

El altavoz del pasillo anunciaba las normas de visita. Una gotera resonaba en algún lugar. Y en su pecho, junto a aquel miedo olvidado, latía algo cálido y salvaje.

«Diego… se volverá loco de felicidad». Se arregló el abrigo y salió decidida.

«Necesito cargar el móvil. Y comprar un test. Diez, por si acaso. Y…».

Sus pensamientos eran un caos, pero uno brillaba con claridad: esto era un milagro.

Y los pronósticos médicos podían quedarse donde pertenecían.

——

La noticia cambió todo.

Los días siguientes, Lucía flotaba en una nube de felicidad. No notó que Diego estaba distante, que llegaba tarde del trabajo, que dejaba el móvil boca abajo.

—¿Pasa algo? —le preguntó una noche, cuando él, absorto en la televisión, ni siquiera respondió a sus palabras—. Últimamente estás raro.

—Solo estoy cansado—murmuró, evitando su mirada.

—¿Quieres que vayas al médico? —Lucía se sentó a su lado y le apoyó una mano en el hombro.

—No, no es nada—se levantó bruscamente—. Voy a ducharme.

No le dio importancia. «Está preocupado por mí», pensó. En los últimos días, de verdad se sentía mal: náuseas, dolores de cabeza, un cansancio extraño…

Pero ahora lo entendía. Incluso las mañanas con náuseas las recibía con una sonrisa.

«Pronto lo sabrá. Todo cambiará», pensaba, sin sospechar que el destino tenía otro plan.

Un mes después, frente al espejo, Lucía admiraba su reflejo. El vestido que había comprado para su aniversario le quedaba perfecto. «¿De verdad han pasado tantos años?».

La puerta se abrió. Diego entró con un ramo de claveles blancos.

—Otra vez esos claveles… —susurró, pero no pudo evitar sonreír.

—¿Te gustan? —se acercó, y sus ojos brillaban con la misma ternura que treinta años atrás.

—Como aquella vez… —tomó las flores, y los recuerdos la invadieron. El patio del instituto, las risas, las burlas de los compañeros. Lucía, la chica orgullosa de la que todos estaban enamorados, pero nadie se atrevía a tanto como escalar hasta su ventana.

—¿Te imaginas? ¡Se agarró al alféizar como un gato! —se reía después su amiga Lola—. ¡Y la nota! «Eres la más guapa del mundo». ¡Un caballero!

—¿Caballero? —bufó Ana—. Un crío que ni siquiera afeitaba. Lucía, ¿cómo aguantas eso?

—A mí me gusta—respondió ella, aunque por dentro temblaba.

Especialmente después de la pelea.

—Oye, «novio», ¿ya has decidido a dónde llevarás a tu novia? ¿A las Maldivas o al parque del barrio? —se burló Javier.

—No, será Lucía quien lo lleve, ¡ella termina antes el instituto y podrá trabajar primero! —añadió Álvaro.

Diego no aguantó. Puñetazos, gritos, el profesor de educación física separándolos. Y después, sus palabras al salir:

—Solo soy dos años menor, pero… ¡te amaré siempre!

Lucía ni siquiera pudo responder.

«Solo tenían envidia».

—¿Recuerdas lo que decían tus amigas de mí? —Diego la abrazóLucía se miró en el espejo, con los claveles en las manos y el corazón latiendo fuerte, y supo que, sin importar lo que viniera, este bebé era su mayor milagro.

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