¡Doctor, dígamelo sin rodeos!

—¡Doctor, dígamelo de una vez! —La voz de Irene temblaba, y sus dedos se aferraban con tal fuerza al borde de la mesa que los nudillos palidecieron. —¡No puedo esperar más!

El hombre tras el escritorio alzó la cabeza lentamente. La luz de la lámpara se reflejó en sus gafas, ocultando la expresión de sus ojos. Dejó el bolígrafo y respiró hondo.

—Catorce semanas de embarazo —dijo con calma, como si hablara del pronóstico del tiempo.

Irene se quedó inmóvil. Parecía que el aire se le había escapado de los pulmones. Sus labios se movieron, pero no salió sonido alguno.

—¿Cómo…? —finalmente susurró, sintiendo un nudo en la garganta. —Es imposible…

—Es posible —el médico cubrió el expediente con su mano, mirándola fijamente—. ¿De verdad no lo sospechaba?

Irene Delgado, una mujer esbelta de 45 años con un corto cabello castaño y ojos verdes cansados pero aún brillantes, jamás imaginó que terminaría en el consultorio del ginecólogo de la clínica *Salud Integral*.

Siempre sintió un profundo rechazo por los hospitales. El olor acre de los desinfectantes, el frío metal del estetoscopio, las batas blancas de los médicos… todo le traía recuerdos de una maternidad que, creía, jamás conocería. Sin embargo, su médico de cabecera en el ambulatorio de la calle Manzanares fue tajante:

—Es necesario un chequeo, Irene. A su edad, no puede descuidar su salud.

Y allí estaba. En un consultorio sofocante con carteles sobre salud femenina, donde cada crujido de papel sonaba a sentencia.

—Pero… ¿cómo? —Irene se apretó las sienes, intentando ordenar sus pensamientos—. Mi marido y yo… ya no…

El médico se inclinó hacia adelante, juntando las manos sobre el escritorio.

—Estas cosas pasan. Enhorabuena —una leve sonrisa asomó en su voz.

Irene cerró los ojos. En su mente resonó: *”Tengo cuarenta y cinco. Ya casi soy abuela. Y ahora…”* Exhaló, sintiendo las lágrimas rodar por sus mejillas.

—¿Qué opciones? —Irene se levantó de golpe, apretando el bolso hasta que la correa le marcó la palma. Su voz temblaba, pero no de miedo, sino de rabia—. ¿Me está sugiriendo que… lo elimine?

El médico se recostó en la silla, como si hubiera retrocedido ante su tono.

—Solo debo informarle todas las posibilidades —murmuró, hojeando su expediente—. Riesgos médicos, complicaciones por la edad…

—¡Mi hijo no es un “riesgo médico”! —Irene abrió bruscamente el armario donde colgaba su abrigo—. Mejor busco otro médico. Alguien que no vea esto como… un error.

Sus cejas se alzaron, pero solo le extendió una hoja con los análisis.

—Como quiera. Pero llévese las vitaminas, al menos para…

—Gracias —arrojó el papel al bolso sin mirarlo—. Prefiero mis veinticinco años de espera a sus pastillas.

La puerta se cerró con un chasquido tan fuerte que las enfermeras del pasillo se sobresaltaron.

El móvil se descargó justo cuando marcaba el número de su marido. *”Simbólico”*, pensó con amargura, mirando la pantalla en negro.

*”Nuestras bodas de plata son en un mes… y ahora esto. ¿Cómo se lo digo?”*

Cerró los ojos, recordando esos años de intentos: hospitales, viajes al balneario de *Pinar del Río*, donde el aire olía a resina y esperanza, incluso aquella absurda visita a una curandera sorda en las afueras de Toledo. La vieja, mascando raíces, gruñó: *”El niño llegará cuando dejen de esperar”*. Ella y Sergio se rieron en el coche… y ahora…

—Dios mío —de pronto, Irene rio entre lágrimas, presionando las manos sobre su vientre—. ¡Y ya habíamos comprado los billetes para Grecia!

Por los altavoces anunciaban las normas de visita. En algún lugar, un grifo goteaba. Y en su pecho, junto al miedo olvidado, algo cálido y salvaje latía con fuerza.

*”Sergio… se volverá loco de felicidad.”* Se ajustó el abrigo y salió decidida.

*”Necesito cargar el móvil. Y comprar un test. Diez. Y también…”*

Sus pensamientos se enredaban, pero uno brillaba con claridad: *¡esto es un milagro!*

Y los pronósticos médicos podían quedarse donde pertenecían.

Los días siguientes fueron un sueño dulce. Hasta que una mañana, ante el espejo, Sergio entró con un ramo de claveles blancos.

—¿Te gustan? —preguntó, con la misma ternura de hace treinta años.

—Como aquella vez —tomó las flores, y los recuerdos la inundaron. El patio del instituto, las burlas de sus amigas.

*”Es un *chiquillo*”, decían. “Un hombre debe ser mayor”.*

Pero él siempre la defendió.

—Ellas solo envidiaban lo que no se atrevían a vivir —murmuró Sergio, besándola en la sien.

Irene sonrió… hasta que su mirada se tornó fría.

—Hay que cancelar la celebración —dijo él de pronto.

—¿Por qué?

—Conocí a otra mujer —sus palabras la atravesaron como un cuchillo—. Va a ser madre. *Mi* hija. Lo siento, Irene.

Ella apenas logró susurrar:

—Vete.

Y él se fue.

Los médicos lograron salvar su embarazo, pero debió guardar reposo. En el hospital, una enfermera le pidió ayuda:

—Hay una niña huérfana. ¿Podría amamantarla?

Irene vaciló. ¿Darle leche a un bebé ajeno?

Pero dijo que sí.

Cuando vio a la pequeña *Victoria*, algo en su corazón se estremeció. Era como si el destino le devolviera un pedazo de lo que perdió.

Un año después, en la casa de *Eugenio* —el abuelo de la niña—, él entró con un anillo.

—Es hora de ser una familia —susurró.

Irene asintió entre lágrimas.

Mientras los niños reían en la habitación contigua, entendió: la felicidad llega cuando menos se espera, a quien no teme amar de nuevo.

Y en sus brazos, el pasado y el futuro por fin hicieron las paces.

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MagistrUm
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