Doce años de obligación. Doce años de fidelidad inquebrantable.

Doce años de deber. Doce años de lealtad inquebrantable.
Me llamo Javier Mendoza y soy policía. Durante todo ese tiempo, nunca estuve solo. Tuve a mi compañera, Lucía, una pastor belga con instintos más afilados que los de la mayoría de la gente.
Lucía no era solo un perro de trabajo. Era el alma de nuestro equipo. Cuando alguien se perdía, ella era la primera en moverse. Cuando el peligro acechaba, no vacilaba. Entre lluvias torrenciales, humo espeso y silencios que helaban la sangre, Lucía marcaba el camino.
Los otros agentes la llamaban “Cabo Lucía”. No era un apodo casual. Era un título que se ganaba con cada operación.
Instinto, Coraje y Camaradería
Lucía reconocía el sonido de mis botas entre el bullicio de la comisaría. Al volver a casa, siempre me esperaba junto a la puerta, con el rabo balanceándose y sus ojos oscuros brillando de alegría.
Dormía junto al radiotransmisor, siempre alerta para la siguiente llamada. No era solo parte del trabajo, era parte de la familia. No un instrumento. Una guerrera.
La vi trepar entre cascotes para hallar a un niño perdido. La vi derribar a un sospechoso armado en un instante. No conocía el temor. Solo conocía la misión.
El día que se ralentizó
El tiempo no perdona. Un día, Lucía ya no corría con la misma agilidad. Sus zancadas se volvieron lentas. Su mirada, velada.
No protestó. No se resistió.
Ella lo sabía.
La envolvimos en una manta gruesa. No se agitó. Estaba preparada.
Ese día, agentes de tres distritos vinieron a despedirla. No hubo discursos. No hacían falta palabras.
Me arrodillé y le murmuré:
“Lo hiciste perfecto, campeona”.
Un legado que no se apaga
Hoy, su collar cuelga en silencio sobre mi mesa.
Y cada vez que mis botas retumban en el pasillo,
aún espero oír el ruido de sus patas tras de mí.
Lucía no era solo un perro policía.
Era una luchadora. Una compañera. Una hermana.
Era el cabo Lucía, y siempre será parte de nosotros.