Divorcio en secreto

– ¡Elena, estás loca! – gritaba Nati por teléfono. – ¿Cómo que te has divorciado a escondidas? ¿Por qué no dijiste nada?

– Baja la voz – Elena apartó el móvil del oído y miró hacia la puerta de la cocina. – Los niños están en casa.

– ¿Qué niños? ¡Si ya tienen más de treinta! Elena, ¿te das cuenta de lo que has hecho? Veintiocho años de matrimonio, y de repente, ¡zas!, divorcio.

– Nati, no grites, por favor. Ya es duro para mí.

– ¿Y por qué callaste? ¡Somos amigas desde la universidad! Podría haberte ayudado, apoyado…

Elena apretó el teléfono contra su pecho y cerró los ojos. Dios, cómo estaba harta de estas conversaciones. Primero llamó Marina del trabajo, luego la tía Concha, y ahora Nati. Como si todos estuvieran esperando el momento exacto para chismorrear.

– Elenita, ¿estás ahí? – se oyó desde el auricular.

– Sí, sí – volvió a acercarse el teléfono. – Es que no quiero hablar de esto.

– ¿Cómo que no? ¡Es un acontecimiento! Eres la primera de nuestro grupo que se divorcia. Cuéntame algo, al menos. ¿Te ponía los cuernos?

– No, nunca me fue infiel.

– ¿Bebía?

– Tampoco.

– ¿Entonces qué? Elena, ¡por favor, dime algo!

Elena respiró hondo. ¿Cómo explicarle a Nati que simplemente está cansada? Cansada de los días grises, de las mismas conversaciones, de sentir que vivía la vida de otra persona.

– Estoy agotada, Nati. ¿Entiendes?

– ¿De qué? Javier es un buen hombre, no bebe, no pega, gana bien…

– Exacto. Un buen hombre. Pero no era el mío.

– ¿Qué dices? ¿Cómo que no era el tuyo? ¡Si llevabais veintiocho años juntos!

Se oyeron ruidos en el recibidor. Elena se despidió rápido de su amiga y colgó. Su hija Ana entró en la cocina con una bolsa de la compra.

– Mamá, hola – dejó la bolsa sobre la mesa y la miró fijamente. – ¿Estás bien? Te veo pálida.

– Nada, es solo un poco de dolor de cabeza.

– ¿Otra vez Nati? La he oído chillar por teléfono.

Elena asintió. Ana empezó a guardar la compra en la despensa.

– Mamá… ¿no te arrepientes? – preguntó sin mirarla.

– ¿De qué?

– Pues… de haberte divorciado de papá.

Elena observó a su hija. Ana se parecía mucho a ella de joven: el mismo pelo oscuro, los mismos ojos grises. Solo que en la mirada de su hija había una determinación que ella nunca tuvo.

– No lo sé, Anita. Todavía no lo sé.

– ¿Y papá se arrepiente?

– No hemos hablado de eso.

Ana se giró hacia ella.

– Mamá, ¿puedo preguntarte algo?

– Claro.

– ¿De verdad nunca quisiste a papá?

Elena se quedó paralizada con la taza en las manos. ¿Cómo se le había ocurrido eso?

– ¿Por qué dices eso?

– Os he observado toda mi vida. Nunca os abrazabais, ni os dabais un beso. Ni siquiera os cogíais de la mano. Vivíais como compañeros de piso.

– Anita, no digas eso. Tu padre es un buen hombre.

– Bueno, sí. Pero no lo querías. Y él a ti tampoco, creo.

Elena dejó la taza sobre la mesa. Su hija tenía razón. Nunca quiso a Javier. Se casó con él porque tocaba, porque todas sus amigas ya estaban casadas, porque sus padres insistieron.

– Mamá… ¿a quién sí quisiste? – susurró Ana.

– ¿Para qué quieres saberlo?

– Por curiosidad. Todos deberíamos tener un amor verdadero en la vida.

Elena miró por la ventana. Claro que lo hubo. ¿Cómo no? Sergio, del edificio de al lado, estudiante de medicina. Guapo, inteligente, soñador. Se veían a escondidas porque los padres de Elena decían que no era buen partido.

– La medicina no es una profesión, es una vocación – decía Sergio. – Voy a salvar vidas.

– Y yo te ayudaré – respondía ella.

Pero sus padres la empujaron a casarse con Javier. Estabilidad, piso, una familia decente. Sergio se fue a un pueblo pequeño del norte por trabajo. Le escribió, llamó, incluso vino a visitarla un par de veces. Pero Elena ya estaba casada, ya esperaba a su primer hijo.

– Mamá… ¿estás llorando? – Ana se alarmó.

– No, qué va. Es que tengo los ojos cansados.

Su hija la abrazó por los hombros.

– Sabes, mamá, te entiendo. Mejor sola que mal acompañada.

– ¿Tú crees?

– Claro. Mira cómo estás ahora. Has adelgazado, te has cortado el pelo, compras ropa nueva. Como si hubieras vuelto a vivir.

Elena se miró en el reflejo de la ventana. Era cierto, había cambiado. Antes solo llevaba jerséis grises y el pelo recogido. Ahora se permitía colores vivos y un corte moderno.

– ¿Y Pablo? ¿Cómo se lo ha tomado? – preguntó Ana.

– Mal. Dice que soy egoísta, que he destruido la familia.

– Bah. Pablo siempre ha sido más de papá. Pero terminará entendiéndolo.

Elena asintió. Su hijo siempre había estado más unido a su padre: pesca, el coche, el fútbol. En cambio, Ana era más cercana a ella.

– Mamá, ¿has pensado en volver a casarte? – Ana puso el hervidor en el fuego.

– Anita, tengo cincuenta y tres años. ¿Qué clase de matrimonio?

– ¿Y qué? La tía Lola se casó a los cincuenta y cinco y es feliz.

– La tía Lola es la excepción.

– ¿Excepción? Mamá, eres una mujer guapa. Y ahora libre.

Libre. Una palabra que a Elena le daba miedo pronunciar en voz alta. Libre de tener que hacerle el desayuno a Javier a las siete. Libre de sus calcetines tirados por el dormitorio. Libre de las conversaciones eternas sobre el trabajo, el fútbol, el coche nuevo de los vecinos.

Pero con la libertad llegó la soledad. Por las noches, se sentaba sola frente al televisor. Nadie con quien quejarse del cansancio. Nadie con quien compartir la alegría.

– Anita… ¿no crees que hice mal?

– No, mamá. Hiciste lo correcto. Por fin.

Ana sirvió el té y se sentó a su lado.

– Sabes, mamá, toda mi vida soñé con que os divorciarais.

– ¡¿Qué?! – Elena casi suelta la taza.

– No te asustes. Es que los dos erais infelices. Se notaba a simple vista. Papá siempre estaba enfadado, tú siempre triste. La casa parecía un cementerio.

– Intentábamos disimular…

– Los niños lo notamos todo, mamá. Todo.

Elena calló. ¿Así que todos esos años creyendo que fingía ser una esposa y madre feliz, y sus hijos lo sabían?

– Y ahora mírate – continuó Ana. – Estás radiante. Te has apuntado a clases de italiano, al taller de teatro. Por fin vives.

– Pero la gente critica. No paran de decir que me he vuelto loca.

– ¿Y a ti qué más te da? ¿Vas a vivir para los demás?

Sonó el timbre. Ana fue a abrir.

– Mamá, es la tía Marina – gritó desde la entrada.

Elena frunció el ceño. Marina era su compañera de trabajo y adoraba los chismes.

– ¡Elenita, cariño! – Marina entró como unMarina irrumpió en la cocina con los ojos brillantes de curiosidad, y mientras Elena servía el té, sintió por primera vez que no tenía que dar explicaciones a nadie.

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