**Como pude**
—Hola, mamá. —Lucía intentó hablar como si no le pasara nada, pero su voz sonó fría y cortante.
—¡Ay, Lucía! ¿Qué haces aquí? No te esperaba hoy. —respondió su madre, Carmen Fernández.
Lucía la miró con atención. *«No te esperaba»*. Esas palabras se le clavaron como una espina, repitiéndose en su cabeza una y otra vez. *«No te esperaba»*. Últimamente, nadie parecía esperarla en ningún lado.
—¿Qué haces ahí plantada como un poste? Pasa, que estoy envasando berenjenas. ¿Vienes por algo o ha pasado algo? ¿Está bien Javierito?
—Sí, mamá, con Javier todo bien. Les alquilamos un piso de momento. Manuel pagó por adelantado tres meses, y después… ya verán.
Lucía observó a su madre, siempre ocupada en sus quehaceres. Así había sido siempre. Desde pequeña, recordaba a Carmen corriendo de un lado a otro: *«Hay que darse prisa»*, *«voy al mercado que acaban de traer…»*, *«quédate aquí, que yo voy…»*, *«Lucía, no molestes, ¿no ves que estoy trabajando?»*. Carmen se preocupaba por lo material, mientras a su hija le decía *«espera»*.
—Lucía, sírvete el té tú sola, que no tengo tiempo, aún no he esterilizado los tarros. ¿Vale?
—Vale, mamá. —Y llenó la taza, aunque no tenía ganas de beber.
—Bueno, ¿y a qué has venido?
—Mamá… dime, ¿nunca pensaste en divorciarte de papá? —preguntó Lucía, vacilante.
—¿Qué? ¡No! ¿Para qué cambiar lo malo por lo peor? Todos los hombres son iguales. ¿Por qué?
—Es que… quiero pedir el divorcio.
—¿¡Qué!? ¿Y qué ha pasado? ¿Se ha enrollado con otra?
Carmen dejó el trapo y la miró fijamente, sorprendida.
—Mamá, siento que somos demasiado distintos. Javier ya es mayor, vive con su novia. Creo que Manuel y yo deberíamos separarnos…
—¡Por Dios, Lucía! ¿Qué os pasa?
—Hoy cumplimos veinticinco años de casados. Esta mañana ni siquiera lo mencionó. Solo preguntó dónde estaban sus calcetines y cuánto faltaba para el desayuno. Nada más. —Una lágrima rodó por su mejilla.
—¿Y eso es todo? ¡Qué tonta eres, hija! ¡Como si fuera el fin del mundo! A mí tu padre jamás me regaló nada, ni yo a él. ¿Para qué gastar en tonterías? —Carmen agitaba las manos, exasperada.
Lucía la miró y supo que había sido un error venir. Su madre nunca la entendería.
—¡Y ahora me montas un drama! ¿Sabes el lío que será el divorcio? El piso, la casa de la playa, el coche… ¿Y el dinero de la cuenta? Yo lo saqué en efectivo, lo tengo escondido. ¡Hay que repartirlo bien!
Carmen seguía hablando de propiedades, de cómo dividirlo todo. A Lucía le pesaba el alma aún más.
—Mira, hija, vete a casa y olvídate de esto. Si quieres flores, te corto unas rosas del balcón.
—No, gracias. —Lucía se secó la nariz.
—Como quieras. ¿Te vas ya? En el súper trajeron arroz barato, ¿quieres que te guarde?
Lucía negó con la cabeza y salió. Respiró hondo al llegar a la calle. No soportaba estar en esa casa.
Caminó hacia la parada del autobús, pero cambió de idea y siguió a pie, desviándose hacia el paseo marítimo.
Sonó el móvil. Por un segundo, pensó que sería Manuel, recordando su aniversario. Pero era Javier.
—Sí, cariño.
—Mamá, ¿tienes un rato? Necesito hablar contigo.
—Claro. ¿Quedamos en el Café Giralda? En una hora.
—Vale.
Lucía desvió su rumbo y llegó al café en veinte minutos. Javier apareció diez después.
—Hola, mamá.
—Hola, cielo. Pedí un café, no tengo hambre.
—Yo tampoco. Solo tengo veinte minutos.
—¿Qué querías contarme?
—Pues… Marta está embarazada.
Lucía se quedó paralizada. Hacía apenas semanas que su hijo se había ido a vivir con su novia. A sus cuarenta y cinco, no se veía siendo abuela.
—Mamá, ¿qué pasa?
—Nada, es que… me ha pillado por sorpresa. ¿Creéis que podréis con todo?
—Sí, claro. Tú nos ayudarás, ¿no? ¿Y tú qué me querías decir?
—Javier… ¿qué pensarías si tu padre y yo nos divorciáramos?
—¿En serio? ¿Qué ha pasado?
—Es que… somos como extraños. Hoy cumplimos veinticinco años de casados, y ni se acordó.
—Bueno, pues divorciaos. Yo ya soy mayor. Nos vemos.
—Adiós, hijo…
Pagó el café y salió. No quería volver a casa, pero fue igual. Compró algo por el camino y preparó la cena.
Manuel llegó al anochecer. Cenó, habló del jefe y del coche nuevo de Antonio. Lucía asentía en silencio.
A la mañana siguiente, él se fue al trabajo. Ella lavó los platos, confundida. Por un lado, el desprecio de Manuel la dolía. Por otro, veinticinco años juntos no eran nada. ¿Destruirlo todo por un aniversario olvidado? Quizá su madre tenía razón.
Sonó el teléfono. Javier otra vez.
—Sí, hijo.
—Mamá, lo del divorcio… he estado pensando.
—¿Crees que exagero? Yo misma me lo pregunto…
—No, escucha. Hay que repartir las propiedades antes, para evitar pleitos. Vuestro piso de tres habitaciones podéis cambiarlo por dos de una. Si hacemos bien las cuentas, hasta sobrará dinero. La casa de la playa también la vendemos, y con eso Marta y yo nos compramos un piso. Es lo más justo.
Lucía no quería oír más. Colgó, se vistió y salió al paseo marítimo. En su banco favorito había un hombre.
—¿Le importa si me siento?
—¡Claro que no! Qué bien hace hoy, ¿eh?
Lucía asintió.
—Parece usted triste.
—No es el mejor día.
—¡Pero yo sé cómo animarla! —dijo el desconocido, y se alejó.
Regresó a los cinco minutos con dos helados de turrón.
—Dicen que el helado tiene hormonas de la felicidad. ¿Probamos?
—Gracias. —Lo aceptó, avergonzada.
El helado estaba delicioso. Por un instante, Lucía se sintió niña otra vez.
—¿Cuánto le debo?
—¡Ni hablar! Es un detalle sin importancia.
—Por cierto, no nos hemos presentado. Yo soy Lucas.
—Lucía. Encantada.
—¿Le apetece caminar un poco?
—Sí.
—Se nota que algo le pesa.
—Estoy divorciándome.
—¡Ah! Yo me divorcié hace medio año. Era un romántico, soñaba con viajar por el mundo. Mi ex era muy práctica. Lo dejé todo y me fui. Ahora alquilo, pero algún día tendré mi casa.
Lucas habló de su infancia, sus estudios, su trabajo. Lucía escuchaba, imaginándose empezar de nuevo a su lado.
…Al volver a casa, Manuel ya estaba allí.
—¿Dónde has estado? No hay cena.
—¡Porque no la habrá! Me voy de aquí. Y pido el divorcio.
—¡Pues mejor! —gruñ