Hace ya dos años que Teresa Martínez no habla con su hija Lucía. Sin motivo aparente, hace un año, Lucía dejó de contestar sus llamadas. Cambió las cerraduras de su piso en un pueblo pequeño cerca del río Tajo y dejó claro que no quería ver a su madre en su casa. Teresa aún no logra aceptar esta ruptura, y cada recuerdo de su hija le parte el corazón.
«Llevamos dos años sin hablar —suspira Teresa, con la voz temblorosa—. Lucía sigue su vida: sube fotos a las redes, sale con sus amigos. Pero a mí, ni una llamada, ni un mensaje. Ya es una mujer adulta, tiene una hija de tres años y un marido, viven en su propio piso. Siempre fui exigente, conmigo y con los demás, y con Lucía también. Creo que un padre debe ser firme. Quería que estudiara, que ayudara en casa, que se cuidara».
Teresa no cambió sus principios ni cuando su hija formó su propia familia. Iba a visitarla con frecuencia, pero cada encuentro se convertía en un suplicio. «¿Cómo se puede vivir en este desorden? —se quejaba, reorganizando los armarios como si Lucía aún tuviera diez años—. Los platos sin lavar, la niña descuidada…». Y no dudaba en criticar al marido: «Javier no vale para nada, siempre sin un duro». Teresa creía que solo ella podía decirle la verdad a su hija, aunque le doliera.
Hace un año, todo cambió. «La llamé, como siempre —recuerda Teresa, con los ojos oscurecidos por la rabia—. Le conté que la hija de mi sobrina ya leía con cuatro años. Lucía estalló: “¿Por qué comparas a las niñas?”. Me sorprendió, ¿cómo no compararlas si la diferencia es evidente?». Fue su última conversación. Poco después, Teresa se enteró de que Lucía había cambiado las cerraduras y le prohibió entrar en su casa. «Pensé que era un capricho pasajero —dice—. Que recapacitaría y vendría a pedir perdón. Pero no vino».
Pasaron los meses y el silencio de su hija se volvió insoportable. A finales de julio, Teresa cumplió años. Esperó una llamada que nunca llegó. «¡Ni siquiera felicitar a su madre! —exclama, amargada—. Al día siguiente, llamé desde un número desconocido. Le dije: “Si no quieres verme, ¡devuélveme mi piso!”».
Seis años atrás, antes de la boda de Lucía, Teresa había puesto el piso a nombre de su hija. «Javier no ganaba ni para pipas —explica—. Quise ayudarles, podía permitírmelo. Pero si ahora me da la espalda, ¡que busque otro sitio!». Lucía respondió tajante: el piso era suyo, los papeles estaban en orden, y nadie podía echarla. «Dijo que era su casa y que no tenía derecho a exigir nada —se indigna Teresa—. ¿Dónde está la justicia?».
Ella cree haber actuado bien. «Si es tan independiente, ¡que lo demuestre! —reta—. Que se busque otro hogar, si no valora a su madre». Pero en el fondo, el dolor la corroe. Recuerda cómo crió a Lucía, cómo le enseñó a ser fuerte, cómo soñó con tener una relación cercana. «Solo quería lo mejor para ella —murmura, con lágrimas en los ojos—. ¿Por qué me rechaza?».
Lucía, por su parte, guarda silencio. Quizás los reproches y el control de su madre la cansaron. Quizás solo quiso proteger a su familia de una intromisión que sentía como presión. Pero Teresa no acepta este final. Espera que su hija dé el primer paso, aunque cada día la esperanza se desvanece como la niebla mañanera sobre el río.